—Por Jaime Emilio González Magaña, S.J.
El examen de conciencia para disponer el alma, conocer y hacer la voluntad de Dios, debe partir de la conciencia de la centralidad de Dios, Principio y Fundamento de mi vida[1]. Esta convicción debe ser como el agua que está dentro de mí y que para mí es la vida misma de Dios que habita en mí. Sólo reconociendo esta verdad como una fuente personal, deseada y aceptada, puedo descubrir que lo que la sustenta es Dios mismo en lo más íntimo de mi intimidad. Sólo a partir de este descubrimiento interior, encarnado en mí mismo, puedo abrirme verdaderamente a la experiencia de Dios, que es vida para todos y vida en abundancia. Reconocer esta fuente de vitalidad dentro de mí, requiere un proceso previo de sanación de mis afectos desordenados por mis pecados y también de traumas y golpes personales. En una palabra, haber sanado la propia herida[2]. Un primer paso que debe incluir el examen de conciencia es la verificación de la centralidad de Dios en nuestras vidas y, aunque parezca una trivialidad, verificar si ese Dios es verdaderamente el Padre de Jesús porque, debido a nuestra fragilidad y debilidad, estamos tentados de fabricar fetiches, falsas imágenes de Dios, ídolos que nos faciliten la vida, que se ajusten al modo de ser de esta sociedad líquida en la que vivo. Sólo entonces comprenderemos que el discernimiento es una lucha, una lucha por recuperar el auténtico rostro de Dios[3].
Nuestros miedos y compulsiones nos han fabricado un dios -con minúscula- porque su realidad es pobre y provoca perfeccionismo y, por eso, se convierte en un dios implacable. A veces, nos han hecho adorar a un dios cuya presencia nos aplasta, porque exige cosas que cuestan, cosas que sangran, cosas que duelen, y, por principio, ¡cuanto más duro es, más es signo de dios! A veces, se nos hace creer en un dios fetiche que exige el trabajo, el cultivo de la imagen, que es algo que se puede intercambiar por este dios que se vuelve mercantilista: «Yo te hago para que tú me des». Muy a menudo nuestra fragilidad fabrica un dios fetiche hecho a nuestra pobre medida. Es el dios de mi propiedad que administro y fabrico a «mi imagen y semejanza». Es un dios para mí. Otras veces, puede ser un dios manipulado con ciertos rituales, oraciones, o incluso con conocimientos esotéricos o teologías que están de moda pero que no tienen como fundamento la Sagrada Escritura, la Tradición o el Magisterio de la Iglesia. Otras veces, el dios en el que creemos es un dios dispuesto a emitir un juicio inflexible, dispuesto a juzgarnos y castigarnos, especialmente cuando se trata de nuestro cuerpo y nuestra sexualidad. O, por el contrario, es un dios del puro placer, un dios de la facilidad o un dios que se confunde con el poder, la arrogancia, la imagen o la riqueza. Un dios de falsa conciliación y falsa paz, sin justicia, amor, amistad, verdad y fidelidad. El examen de conciencia es una herramienta muy útil para ayudarnos a desenmascarar estas falsas imágenes de Dios y encontrar al Dios que Jesús nos reveló como su Padre.
Por otra parte, el Dios de Jesús es el Dios de la misericordia gozosa, como lo encontramos en la parábola del Hijo pródigo. El Dios de Jesús es el Dios del amor incondicional, que nos ama no por lo que hacemos, sino por lo que somos, y justo cuando estamos más lejos de lo que tenemos… a su manera. El Dios de Jesús es el Dios de la gracia, tierno, misericordioso, siempre cercano. El Dios de Jesús es el Dios del Reino, es decir, de su proyecto histórico para la humanidad que implica paz, justicia, concordia, solidaridad, igualdad, fraternidad, respeto a todas las personas y equilibrio con el universo creado. Es un proyecto que comienza ahora y termina también en Dios. El Dios de Jesús es el Dios que se experimenta, se conoce y se comprende por la experiencia y no sólo por el conocimiento intelectualista. No hay escalones ni gradaciones en su comprensión, y la clave exegética para estar a su sombra es el reconocimiento de nuestra condición de limitados, frágiles, débiles y, sin duda, pecadores. El Dios de Jesús pone en juego nuestra libertad y nos exhorta a ser libres. Pone el amor como único criterio normativo. El Dios de Jesús prueba algo radicalmente nuevo: si el grano de trigo no muere, no da sentido al mundo, lo da sabiendo entregarse hasta el final, hasta la muerte, y una muerte de cruz. El Dios de Jesús es el que elige a los débiles, a los pobres y a los pequeños a través de la encarnación de su Hijo como primer canal de revelación. El Dios de Jesús es el que provoca en nosotros la esperanza, el que moviliza la historia y el que promete que estará siempre con nosotros, hasta el final de los tiempos. En este sentido, el examen de conciencia nos ayudará a preguntarnos: ¿A quién busco? ¿El centro de mi vida es un dios hecho por mí o es, realmente, el Padre de Jesús?
Una vez aclarada la centralidad del Padre de Jesús en nuestra vida, llega un segundo momento, en el que, el examen de conciencia, debe ayudarnos a aclarar -discernir- otro aspecto: ¿puede Dios imponernos su voluntad? ¿Tiene Dios una «voluntad específica» para cada uno de nosotros en cada momento, o debemos reconocer en nuestros deseos y aspiraciones aquellos que pueden ser atribuidos a Dios[4]. En otras palabras, el examen como introducción al discernimiento nos prepara para dar una respuesta personal e inédita a las llamadas del Evangelio, del Reino de Dios, teniendo en cuenta lo que soy, lo que he vivido, lo que quiero ser y hacer, lo que reconozco como urgente en el mundo. En otras palabras, dar una respuesta consciente a mi vocación personal. Se trata de unir «nuestra» respuesta: la mía y la de Dios, como conciencia de que se trata de una creación común: la llamada de Dios, que es objetiva y nunca traiciona, y la mía, que es subjetiva, por lo que tengo que aclarar cuáles son las motivaciones de mi respuesta. Sin embargo, en esta creación común, puedo encontrarme con dos dificultades: en primer lugar, puedo confundir las cosas del mundo con las cosas de Dios, con mis cosas, y a menudo mis cosas están fuera de lugar. En segundo lugar, me parece que no es fácil distinguir cuándo algo puede transmitirse en el lenguaje de Dios.
Por eso es necesario tener un conocimiento profundo de mí mismo y un conocimiento básico de cuál es el camino de Dios, cuál es su camino. Como dice el Papa Francisco: «conocer las contraseñas de nuestro corazón, aquello a lo que somos más sensibles, para protegernos de quienes se presentan con palabras persuasivas para manipularnos, pero también para reconocer lo que es realmente importante para nosotros, distinguiéndolo de las modas del momento o de los eslóganes llamativos y superficiales. Muchas veces lo que se dice en un programa de televisión, en algún anuncio que se hace, nos llega al corazón y nos hace ir por ahí sin libertad. Cuidado con eso: ¿soy libre o me dejo llevar por los sentimientos del momento, o por las provocaciones del momento?[5] . Los gustos de Dios y su camino quedan muy claros en una imagen simbólica que sintetiza todo lo relativo al Reino: el banquete, la comida alegremente compartida[6].
Algo es de Dios y pertenece a su plan cuando se encuentran los cuatro pedestales de la mesa del banquete del Reino: 1. Hacer las obras de la justicia solidaria[7]. 2. Hacer las obras de la justicia de los demás[8], acogiendo la invitación de vivir de vivir y comunicar la misericordia de Dios[9]. 3. Aceptar que por estas dos tareas vendrá la incomprensión, el oprobio, la persecución e incluso la muerte[10]. 4. Tener la decisión de vivir la vida intensamente, cuidando de mí mismo con la misma dedicación con la que amo y cuido de los demás[11]. Todo lo que me lleva a la mesa del banquete del Reino está en consonancia con los deseos de Dios. Este es, pues, el gran criterio de examen que abre la puerta al auténtico discernimiento. En torno a él se genera su metodología específica. Ahora bien, aunque lo fundamental es conocer el camino de lo que experimentamos -a dónde nos lleva lo que sentimos o pensamos-, también es fundamental saber hacia dónde vamos y a dónde nos dirigimos. Es muy importante captar toda la riqueza de la experiencia, sabiendo tener en cuenta diversos elementos que, puestos a trabajar cada día, constituirían el «examen cotidiano». De esta forma, se convierte en un medio privilegiado para comparar mis deseos con los de Dios, un medio eficaz para revisar continuamente la respuesta conjunta que Dios y yo estamos construyendo.
En el discernimiento, es importante darse cuenta de que están implicados tres personajes: a). yo con mi libertad, con el peso de mis deseos, con el peso de mis heridas y también con la riqueza de mi historia, de mi personalidad. b). En segundo lugar, está el espíritu de Dios: el Padre de Jesús, cuya imagen ya hemos presentado y cuyas invitaciones llamamos «mociones»; c). en tercer lugar, está el espíritu del mundo, cuyas invitaciones llamamos, trampas, asechanzas o lazos. Para comprender que existe un espíritu maligno, podemos recurrir al texto evangélico, pero esto puede confundirnos. En el Nuevo Testamento hay dos palabras que podrían significar lo mismo para nosotros, pero no es así. En primer lugar, está la palabra «demonio(s)» y luego la palabra «Satanás»[12]. Demonio significa en el Evangelio cualquier fuerza que se inmiscuye en la humanidad o en el mundo, cuyas causas se desconocen. La enfermedad, por ejemplo, se identifica o analiza como el resultado de «algún demonio». Es decir, el ‘demonio’ es aquello que no se sabe que ejerce una acción maligna contra otra persona en primer lugar. Por otro lado, está ‘Satanás’, que es el ‘padre de la mentira’, el ‘enemigo de la naturaleza humana’. Pero siempre está sometido a Dios, y así lo demuestra vivamente Jesús en su acción contra él. Sólo podemos creer en Dios y reconocer que el mal no es un principio ontológico. Pero esto no significa que la desmitificación de Satanás como cuasi-Dios nos lleve a trivializar el mal, hasta el punto de perder su seriedad y gravedad. La seriedad y la gravedad del mal aparecen siempre en sus inevitables víctimas. Conviene recordar las palabras de San Pablo VI cuando enfatizaba: «¿Cuáles son hoy las mayores necesidades de la Iglesia? No se sorprendan de lo simplista, o incluso supersticioso y poco realista de nuestra respuesta: una de las mayores necesidades es la defensa contra ese mal, que llamamos demonio»[13].
La existencia del mal en el mundo -más allá de la injusticia social, la opresión de todo tipo- no se explica fácilmente. Sin embargo, para decirlo en pocas palabras, es el misterio de la «iniquidad». Por eso, «el examen de conciencia ayuda a reconocer el “misterio de la iniquidad” o del pecado y facilita el paso al “misterio” o “sacramento de la piedad”, que es el misterio propio de Cristo. A la luz de Cristo muerto y resucitado, el cristiano, para evitar el pecado o liberarse de él, «dispone la presencia en sí mismo de Cristo mismo y del misterio de Cristo, que es el misterio de la piedad»[14]. Es un «plus» de maldad que supera nuestra capacidad de hacer el mal que tenemos, por lo que, es necesario asumir lo siguiente:
¿Pero es completa esta visión? ¿Es exacta? ¿Nada nos importan las deficiencias que existen en el mundo? ¿Los desajustes de las cosas respecto de nuestra existencia? ¿El dolor, la muerte, la maldad, la crueldad, el pecado; en una palabra, el mal? ¿Y no vemos cuánto mal existe en el mundo? ¿Especialmente cuánto mal moral, es decir, simultáneo, si bien de distinta forma, contra el hombre y contra Dios? ¿No es este acaso un triste espectáculo, un misterio inexplicable? ¿Y no somos nosotros, justamente nosotros, seguidores del Verbo y cantores del Bien, nosotros creyentes, los más sensibles, los más turbados por la observación y la experiencia del mal? Lo encontramos en el reino de la naturaleza, en el que sus innumerables manifestaciones nos parece que delatan un desorden. Después lo encontramos en el ámbito humano, donde hallamos la debilidad, la fragilidad, el dolor, la muerte; y algo peor, una doble ley opuesta: una que desearía el bien, y otra, en cambio, orientada al mal; tormento que san Pablo pone en humillante evidencia para demostrar la necesidad y la suerte de una gracia salvadora, es decir, de la salvación traída por Cristo (cf Rm 7); ya el poeta pagano había denunciado este conflicto interior en el corazón mismo del hombre: «Video meliora, proboque, deteriora sequor» (Ovidio, Met., 7, 19). Encontramos el pecado, perversión de la libertad humana, y causa profunda de la muerte, porque es separación de Dios fuente de la vida (Rm 5, 12); y, además, a su vez, ocasión y efecto de una intervención en nosotros y en el mundo de un agente oscuro y enemigo, el Demonio. El mal no es solamente una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y perversor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer su existencia; o bien quien hace de ella un principio que existe por sí y que no tiene, como cualquier otra criatura, su origen en Dios; o bien la explica como una pseudorrealidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias. El problema del mal, visto en su complejidad y en su absurdidad respecto de nuestra racionalidad unilateral se hace obsesionante: constituye la más fuerte dificultad para nuestra comprensión religiosa del cosmos. No sin razón sufrió por ello durante años san Agustín: «Quaerebam unde malum, et non erat exitus«, buscaba de dónde procedía el mal, y no encontraba explicación (Confesiones, VII, 5, 7, 11, etc., PL., 22, 736, 739)[15] .
Los presupuestos del examen de conciencia para discernir la voluntad de Dios
Todo lo que hemos presentado son elementos constitutivos del discernimiento. Pero, si quisiéramos detallar concisamente el proceso, tendríamos que decir que consta de seis partes la experiencia que se vive, la ocasión que la provoca, la conexión psicológica que tiene, el camino, la reacción ante ella, la reacción y la confrontación[16].
- La experiencia vivida: todo discernimiento debe tener un momento de conexión profunda con nosotros mismos, nuestra historia, nuestro contexto y vocación personal. No podemos empezar si no tenemos en cuenta lo que nos pasa. Ahora bien, lo que nos sucede es siempre una mezcla: hay cosas agradables y cosas desagradables, hay también imágenes, pensamientos, sensaciones. El mero hecho de tomar posesión de lo que nos sucede ya es una victoria sobre el caos interior que a veces nos domina y que se ve favorecido por el ruido en el que vivimos, inmersos en el miedo al silencio y a la soledad que favorece el encuentro con nuestra intimidad.
- La ocasión que provoca lo vivido: las cosas espirituales, como las meramente psíquicas, se generan, se gestionan, no son ajenas a una serie de acontecimientos previos. ¿Qué circunstancias han provocado la experiencia que estoy teniendo? En este sentido, es muy importante darse cuenta de que en la vida hay circunstancias, relaciones humanas y sociales, amistades, acontecimientos tan variados que me conducen mecánicamente hacia el bien o hacia el mal, hacia el consuelo o hacia la desolación.
- Conexión psíquica: aunque las cosas de Dios son sus invitaciones y su lenguaje, el Señor se comunica con nosotros sólo a través de nuestra naturaleza humana. Es decir, utiliza nuestro yo como «material» para Su revelación y para dar sustancia a Sus invitaciones (mociones). Es obvio que nuestra parte herida encuentra en las invitaciones del Señor un bálsamo, mientras que nuestras riquezas encuentran realización. El espíritu maligno, en cambio, utiliza mi propio material psíquico, pero sólo para agrandar mis heridas o para dar rienda suelta a mis miedos y a mis compulsiones indiscretas. Así como la acción del mal en nuestras heridas es agrandarlas y hacerlas sangrar, la acción de Dios en nuestras heridas es curarlas y ayudarlas a integrarse. Y así como la acción del mal en nuestras cualidades es arrancarlas de nosotros; la acción de Dios, en cambio, es potenciarlas y ponernos a su servicio.
- El camino espiritual: todo discernimiento debe dar razón de «a dónde voy» en lo que experimento. Si me lleva a la mesa del banquete del Reino, con sus cuatro pedestales, si me lleva a la imagen del Dios que Jesús me dio, que es de Dios, que está en consonancia con sus deseos. Es decir, si la experiencia me lleva a la justicia fraterna, a la misericordia gozosa, a la aceptación de la persecución como consecuencia de las dos primeras actitudes, y al cuidado justo, gozoso y misericordioso de mí mismo, indudablemente estamos en presencia de Dios, pues estas manifestaciones son la prueba de que mi psicología es trascendida por la superación de las tendencias de mis compulsiones y mis heridas son superadas. Si, por el contrario, estoy separado de la mesa del banquete del Reino y de la imagen del Dios de Jesús, proviene del espíritu del mundo. Seré así llevado a la codicia, a la vanagloria y al orgullo.
- La reacción vital: todo discernimiento implica una respuesta por mi parte. Las invitaciones que Dios me hace -las mociones- son para que contribuya a la venida del Reino, no son un adorno para embellecerme o para satisfacer mis deseos de ser considerado alguien, con poder o fama, según los criterios del mundo. Es el momento moral adecuado para discernir. Por otra parte, hay que rechazar las artimañas, las invitaciones del mal; hay que impedir que obstaculicen e impidan la venida del Reino. Así pues, hay que historizar las mociones, hay que poner los medios para hacerlas historia, mientras que hay que detener las asechanzas e impedir que se hagan realidad. Para evitar que las artimañas tomen forma, hay que llevar a cabo una serie de acciones. Una acción muy eficaz es el examen de conciencia que desmonta y quita fuerza a la artimaña. Otra es hacer exactamente lo contrario de lo que propone. Por último, es denunciar sus «invitaciones» ante una mediación eclesial para que me acompañe en estos giros del espíritu. Lo que es más difícil de superar es una de estas artimañas ocultas porque, siempre están disfrazadas de positivas o bajo la apariencia del bien.
- La connotación necesaria: todo discernimiento necesita y requiere contraponerse a alguien con ‘densidad eclesial’. Es necesario un ‘alguien’ que represente, de alguna manera, el núcleo de la Iglesia en la que me muevo, y que pueda contraponerme objetivamente si esas mociones recibidas -que siempre tienen que ver con la construcción del Reino. No hay auténtico discernimiento sin confrontación con alguien que sepa elegir la vida y que sepa reconocer en la propia historia, y en la historia del mundo, los deseos de Dios, sus criterios, su camino, y éste puede ser el padre, la madre o el acompañante espiritual, el confesor, la comunidad, etc. Evidentemente, cuanto mayor sea la repercusión sociopolítica o eclesial de lo que estoy discerniendo, más discernimiento será necesario, y viceversa.
Conclusión: esquema del examen de conciencia diario como ejercicio para fomentar la actitud de discernimiento[17].
Es importante señalar, como lo afirma Arana que,
el examen de conciencia favorece la posibilidad de integrar la vida con la oración. Favorece un sano realismo cristiano, que permite al creyente verificar la calidad de su compromiso cristiano examinando cómo se comporta concretamente. Por otra parte, el Dios verdadero, no es sólo el Dios de mi oración, sino sobre todo el Dios de mi vida, mi Señor, que por el misterio de su Encarnación está absolutamente cerca de mí, verdadero compañero de viaje; Aquel que se hace presente en cada momento de mi pobre existencia y que reconecta con el hilo de oro de su amor toda mi vida […]. Si uno practica el examen siguiendo la secuencia ignaciana que comienza dando gracias al Señor por lo vivido, la cosa cambia. La memoria de un cristiano es siempre una memoria primero de acción de gracias. Es la memoria de lo que el Señor ha hecho por mí incluso en los momentos más desalentadores y nebulosos del día. Este instinto primario hacia la acción de gracias ayuda luego a percibir mi vida concreta como el teatro donde el Señor se hace presente «salvíficamente» de mil maneras. De tal manera, que mi jornada es siempre una especie de milagro cotidiano, donde el Señor me ofrece continuamente lo que necesito para vivir como hijo suyo y como hermano de todos»[18].
Un esquema práctico para vivir el examen podría ser éste:
- Ponerse en presencia del Señor y dar gracias por los beneficios recibidos:
- Siempre es muy útil aprender cualquier tipo de respiración y relajación.
- Pedir al Señor la gracia de ayudarme a desentrañar mi día y reconocer mis pecados.
- Pedir cuenta de los pensamientos, palabras y obras y pedir al Señor que me dé su luz para entender cuál fue su revelación para mí en este día.
- Es importante pedir la gracia de ver mi vida desde Su voluntad y no desde mis compulsiones, voluntarismo o una percepción moralista de ‘bueno – malo’. Esta parte es muy importante y no debemos pensar que ya lo hemos hecho. Es esencial «distinguir claramente entre “aprobar” y “aceptar”: “aprobar” o “desaprobar” implica un juicio, mientras que “aceptar” o “no aceptar” es una actitud. Hay muchas cosas que Dios no puede ‘aprobar’ en lo que yo digo o hago, y sin embargo me ‘acepta’ incondicionalmente en esas mismas cosas. Estoy seguro: esta actitud de Dios hacia mí debe ser también la mía. La experiencia me ha enseñado que, o bien confundimos «aprobación» y «aceptación», «desaprobación» y no aceptación, o bien damos por sentado que la «conciencia» o «realización» de una experiencia implica ipso facto su «aceptación»[19].
- Experimentar o recoger las experiencias internas del día:
- Me tomo tiempo para revivir las experiencias internas del día.
- No sólo me centro en lo que ha ocurrido externamente, sino sobre todo en los sentimientos que me han afectado durante el día.
- Los miro, los revivo, rezo sobre ellos.
- Libertad para elegir algo que me llame la atención como movimiento o moción espiritual:
- Elijo algo del día que me parece que viene de Dios, que me ha dado cierta tranquilidad, que reconozco como una invitación a la vida y lo analizo pasando esa experiencia por los seis elementos constitutivos del discernimiento.
- Examinar lo que me sucede, establecer las circunstancias, establecer la relación, la relación con mi psique.
- Reflexionar sobre el viaje espiritual que he vivido e interpretar la reacción que he tenido.
- Hacer lo mismo con algo que parece ser un truco o trampa del espíritu maligno que hay en mí.
- Pido perdón por mis defectos y me propongo enmendarme con la gracia de Dios.
- Doy gracias por los beneficios recibidos.
- Analizar el momento presente con los mismos elementos:
- Ver lo que está sucediendo en este momento, en el que hago el examen, me hace consciente de la acción de Dios en diferentes momentos y me permite desvelar los trucos para descubrir las invitaciones de Dios en las mismas circunstancias que no habían sido percibidas.
- Observa lo que este día ha significado para mí:
- ¿Cuál es el mensaje que Dios quería darme?
- ¿Cuál es el paso que el Señor me ha invitado a dar concretamente?
- ¿Dónde se abre para mí el camino del futuro?
- ¿Cuáles son esas pequeñas cosas que el Señor me invita a hacer y que provienen de la fuerza con la que me expresa sus deseos?
- Concluye con una oración de acción de gracias y una petición de ayuda.
- Este es el momento de pedir a Dios mi deseo de ser guiado sólo por Él y de estar disponible sólo para hacer su voluntad.
- Pide la gracia de estar dispuesto a desear siempre entregar la vida a la experiencia de Dios y desear estar siempre buscando a Dios.
- Fortalece el deseo y la disposición para poner en práctica todo lo que el Señor me ha comunicado.
- Aumentar el deseo de estar dispuesto a fomentar la actitud de profundizar en el camino de conversión para descubrir cómo me ha conducido, cómo quiere conducirme, cómo promete seguirme, cómo promete seguir conduciéndome para hacerme cada vez más disponible a mí mismo y a los demás.
- Un fruto del examen será llegar a la certeza de que «me dispone como ninguna otra cosa podría disponerme a encontrar al Señor en las personas, acontecimientos y circunstancias de tiempo, lugar y actividad de la vida cotidiana». Es, en definitiva, mi modo único y personal de ‘encontrar a Dios en todas las cosas’»[20].
Por último, me gustaría señalar que, como señala ĎAČOK: «el examen general se refiere a la vida espiritual y moral vivida en diferentes períodos de tiempo: una vida entera, unos años o un año concreto, un mes, un día o una parte de ellos. Nos ayuda a tomar conciencia de la gracia de Dios, lo que facilita también el reconocimiento, por una parte, de las oportunidades que hay que aprovechar para el progreso espiritual y, por otra, de los obstáculos, tentaciones y ocasiones de pecado que hay que evitar. El examen general contribuye a la elaboración de una verdadera y adecuada estrategia espiritual y al desarrollo de la vida espiritual de quienes se dejan guiar por el Señor. También sirve como una buena preparación para la conversación espiritual y el discernimiento. El examen particular se centra en un objeto concreto (una virtud que hay que conquistar o profundizar, un vicio o defecto que hay que eliminar)[21]. En la vida diaria, estos exámenes también pueden practicarse sin una separación clara, cuando se repasan todas las acciones de un día, centrándose en un objeto o punto concreto. San Ignacio y toda la tradición ignaciana aprecian más el examen particular, que apunta a un vicio o defecto principal y -según la regla agere contra– al mismo tiempo trata de elaborar o fortalecer la virtud opuesta. Todo, sin embargo, se percibe como invitación y respuesta a la acción misericordiosa de Dios»[22].
Octubre de 2024.
[1] Parte de este trabajo fue expuesto en una conferencia en el Seminario “Celebrar el Sacramento de la Confesión hoy”, en el Dicasterio de la Penitenciaría Apostólica, en Roma, 14 de octubre de 2022.
[2] Cf. Cabarrús Carlos R. (1998). Crecer bebiendo del propio pozo, Colección Serendipity Mayor. Bilbao: Desclée de Brouwer.
[3] Cf. Cabarrús. Carlos R. (2000). El examen, vía de acceso al Discernimiento. Apuntes dactilográficos personales sin fecha.
[4] Cfr. Rondet, Michael. “Dios tiene una voluntad particular para cada uno de nosotros: solo el amor empalma las voluntades». In: Apuntes Ignacianos. Enero-abril 1992, Bogotá Colombia.
[5] S. S. Francisco. Audiencia general. Plaza San Pedro, Miércoles 5 de octubre de 2022.
[6] Cfr. Cabarrús, Carlos R. (1997). La mesa del banquete del Reino. Guatemala: ICE.
[7] Mt 25, 31 ss.
[8] Mt 25,31ss.
[9] Lc 6,36.
[10] Mc 8,38.
[11] Mt 19,19.
[12] Cf. González Faus, J. Ignacio «Jesús y los demonios». In: Fe y Justicia. Ed. Sígueme, Salamanca, 1981, 61-97. Cf. Schwager, R. »Quién o qué es el diablo». In: Selecciones de teología. Vol. 33 N’ 130. Barcelona, 1994, 136-140.
[13] S.S. Paulo VI. Audiencia general del miércoles 15 de noviembre de 1972.
[14] Ďačok, Ján. “Esame di coscienza”. In: (2016). Peccato, Misericordia, Riconciliazione. Dizionario Teologico-Pastorale. Città del Vaticano: Libreria Editrice Vaticana, 167. TN.
[15] S.S. Paulo VI. Audiencia general del miércoles 15 de noviembre de 1972.
[16] Cf. Cabarrús. Carlos R. (1997). “Aprender a discernir para elegir bien”. In: 14 aprendizajes, vitales. Collezione Serendipity Maior. Bilbao: Desclée de Brouwer, 25-40.
[17] Cf. Spanu, Dionigi. (2006). Guida all’esame di coscienza. Secondo il metodo di Sant’Ignazio. Roma: ADP; Cf. Ponticelli, R. (2016). Libera il tuo cuore. Proposte per l’esame di coscienza. Roma: ADP; Cf. Ďačok, Ján. “Esame di coscienza”. In: (2016). Peccato, Misericordia, Riconciliazione. Dizionario Teologico-Pastorale. Città del Vaticano: Libreria Editrice Vaticana, 170-171; Cf. Ruiz Jurado, M. (2001). “Examen de conciencia”. In: Diccionario Histórico de la Compañía de Jesús. Biográfico-temático, II. Roma-Madrid: IHSI, 1345-1346. Cf. Alphonso, Herbert. (1991). La vocación personal. Roma: CIS, 66-72. TN.
[18] Arana Beorlegui, Germán. “La Cura personalis nel ministero sacerdotale”. In: Formazione permanente del Clero. Diocesi di Roma. Luglio 2007, 15
[19] Alphonso, Herbert. (1991). La vocación personal. Roma: CIS, 67-68. TN.
[20] Alphonso, Herbert. (1991). La vocación personal. Roma: CIS, 80. TN.
[21] Cf. Alphonso, Herbert. (1991). La vocación personal…, Opus cit., 73-76.
[22] Ďačok, Ján. “Esame di coscienza”. In: (2016). Peccato, Misericordia, Riconciliazione…, Opus cit., 170.