Un ejercicio espiritual a redescubrir: el examen de conciencia

Jul 20, 2024 | Noticias

—Jaime Emilio González Magaña, S.J.

Una práctica antigua de la Iglesia[1]

 

El tema de esta presentación no es nuevo en absoluto, ya que analiza una antigua práctica de la Iglesia: el examen de conciencia. Se trata de la realización de una forma de oración que, al mismo tiempo, es una gracia porque nos ayuda a custodiar nuestro corazón y a purificarlo de todos los afectos desordenados y de los pecados que nos alejan del Espíritu Santo de Dios. Antes que una práctica o una técnica que vale la pena aprender, es una actitud que debemos interiorizar para adquirir el hábito de la vigilancia, de la custodia del corazón, de la aceptación de la promesa que Dios nos hace: «Les daré un corazón nuevo, pondré en ustedes un espíritu nuevo, les quitaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Pondré mi espíritu dentro de ustedes, les haré vivir según mis mandamientos y les haré observar y practicar mis leyes. Habitarán en la tierra que di a sus padres; serán mi pueblo y yo seré su Dios. Los libraré de todas sus impurezas: llamaré al trigo y lo multiplicaré, y no les enviaré más hambre»[2].

 

El examen de conciencia nos ayuda a impedir que el ángel de las tinieblas entre en nuestro corazón y traiga de nuevo el desorden y la confusión, mientras nos abre al Dios que llama a nuestra puerta para darnos amor y educarnos en el arte de amar con el mismo Corazón de Jesús y tener los mismos sentimientos que Él, hacia Dios y hacia el prójimo. El Catecismo de la Iglesia Católica destaca el valor de esta práctica, íntimamente ligada al sacramento de la Reconciliación y, al mismo tiempo, recomendada por los directores espirituales como parte de los Ejercicios Espirituales:

 

La conversión se realiza en la vida diaria mediante gestos de reconciliación, mediante la preocupación por los pobres, mediante el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho, [Cf. Am 5,24; 1435 Is 1,17] mediante la confesión de las faltas a los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos, la perseverancia en la persecución por causa de la justicia. Tomar la cruz, cada día, y seguir a Jesús es el camino más seguro de penitencia [Cf. Lc 9, 23][3] .

 

El actual Código de Derecho Canónico invita a los religiosos a la diligente práctica diaria del examen de conciencia[4] y a todos los fieles a practicarlo antes de la confesión, para conocer y confesar no sólo todos los pecados graves «según su especie y número», sino también los veniales[5]. A pesar de todo esto, es frecuente encontrar entre los laicos -y muy a menudo también entre seminaristas, sacerdotes o personas consagradas-, muchos que dicen no estar bien preparados para vivir auténticamente la confesión. A veces, sienten la necesidad de comprender mejor lo que es bueno y lo que es malo a la luz de la fe y sienten la necesidad, la urgencia, de entender qué opciones y comportamientos son más coherentes con el Evangelio y cuáles no. Para muchos, «se ha convertido en pura rutina, carente de sentido: ¿qué sentido tiene, se preguntan, repasar día tras día -si no dos veces al día- los puntos de lo que se ha enseñado que es el “examen de conciencia” […] sin saber exactamente lo que se pretende hacer, hacer o no hacer?»[6]. Muchos dicen que no saben confesarse porque no saben cómo prepararse para fomentar la verdadera contrición, así definida:

 

Entre los actos del penitente, la contrición ocupa el primer lugar. Es «el dolor del alma y la reprobación del pecado cometido, acompañados del propósito de no volver a pecar en el futuro» [Concilio de Trento: Denz. -Schönm., 1676]. Cuando procede del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama «perfecta» (contrición de caridad). Tal contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales, si comporta la firme resolución de recurrir, cuanto antes, a la confesión sacramental [Cf. Concilio de Trento: Denz.-Schönm., 1677]. La llamada contrición «imperfecta» (o «atrición») es también un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Surge de la consideración de la fealdad del pecado o del temor a la condenación eterna y a los demás castigos cuya amenaza pende sobre el pecador (contrición por temor). Así sacudida la conciencia, puede comenzar una evolución interior que se completará, bajo la acción de la gracia, con la absolución sacramental. Por sí misma, sin embargo, la contrición imperfecta no obtiene el perdón de los pecados graves, sino que dispone a recibirlo en el sacramento de la Penitencia [Cf. Concilio de Trento: Denz. -Schönm., 1677]. Conviene prepararse para recibir este sacramento con un examen de conciencia hecho a la luz de la Palabra de Dios. Los textos más adecuados para este fin se encuentran en el Decálogo y en la catequesis moral de los Evangelios y de las cartas de los Apóstoles: el Sermón de la Montaña, las enseñanzas apostólicas [Cf. Rom 12-15; 1Cor 12-13; 1454 Gal 5; Ef 4-6][7] .

 

Sin embargo, aunque la Iglesia reconoce la importancia de esta práctica para la vida espiritual, existe un malestar, e incluso un rechazo, a vivirla que, en nuestra opinión, puede atribuirse al desconocimiento o al mal uso del término. Este sentimiento se debe a una imagen desagradable, derivada de experiencias negativas, sobre todo antes del Concilio Vaticano II, a causa del lenguaje con que se definía y de la insistencia en la meticulosidad con que se exigía, hasta el punto de que, según muchos, se caía en el moralismo o en la exageración de un perfeccionismo legalista que ponía el acento en el esfuerzo humano más que en la misericordia de Dios. El examen de conciencia es, sin duda, una herramienta muy útil cuando hemos decidido aplicar la sabiduría de la Palabra de Dios a la concreción de nuestra vida con la existencia de tantos ruidos y tentaciones que nos impiden el silencio, la soledad y la meditación, entendida y vivida como un diálogo íntimo con el Señor. Es especialmente útil en nuestra llamada sociedad líquida en la que ya hemos perdido el sentido del pecado y en la que es muy conveniente reiterar que, no se trata, ciertamente, de favorecer la escrupulosidad o la vuelta a la casuística o al moralismo, sino de dejar que la Palabra de Dios se encarne, sea esa espada de doble filo que exige y provoca un verdadero cambio de corazón, pero que toca también la conducta, el estilo, las motivaciones, los afectos, la voluntad, los ideales. Y todo ello plasmándolo en la vida real. Y es precisamente el examen de conciencia el que puede ayudar, no sólo a poner nombre a las propias miserias, sino también a buscar y manifestar la razón de las mismas, para ir a la raíz y poder desarrollar mejor el camino de la «lucha espiritual» huyendo del mal y adhiriéndose al bien[8].

 

La Iglesia, con actitud maternal, ha recomendado este ejercicio a los confesores para que ayuden a las personas a acercarse al sacramento con una actitud de confianza y enfatiza:

 

La actitud de reconciliación y penitencia o «conversión», finalmente, desde los comienzos de la Iglesia, se ha expresado de diversos modos y en distintos momentos: celebración eucarística, tiempos litúrgicos particulares (como la Cuaresma), examen de conciencia, oración filial, limosna, sacrificio, etc. Pero el momento privilegiado es la celebración del sacramento de la penitencia o reconciliación donde tenemos, por parte del penitente, contrición, confesión y satisfacción, y, por parte del ministro, absolución con invitación a abrirse más al amor[9].

 

Uno de los problemas que, en mi opinión, ha fomentado una crisis general, olvido o, al menos, descuido de la práctica del examen ha sido el exagerado moralismo o legalismo de algunos sacerdotes que, en muchos casos, lo han reducido a un requisito obligatorio para vivir el sacramento de la reconciliación. Por otra parte, la escasa disponibilidad de sacerdotes para ofrecer el ministerio de la confesión, por no hablar de la dirección espiritual, ha empujado a la gente a buscar la ayuda del psicólogo o del psiquiatra, favoreciendo así el abuso de las ciencias humanas y, sobre todo, la absolutización de la psicología con la idea de que sólo ésta puede resolver situaciones de crisis, angustia o incertidumbre. Estoy de acuerdo con Rupnik cuando afirma:

 

Ejercido de este modo, el examen de conciencia acabó teniendo a menudo como efectos secundarios la escrupulosidad, la depresión, el desánimo, llegando en algunos casos a la ansiedad psicológica. Y cuando, como reacción pendular, a una espiritualidad predominantemente moralista y voluntarista siguió una ola de redescubrimiento de la psicología que casi sustituyó a la vida espiritual y apareció como una especie de espiritualidad secularizada, el examen de conciencia, en la misma ola de reacción, fue sustituido por ejercicios predominantemente psicológicos de autoobservación e «higiene interior». Hoy, cuando esta moda también está desapareciendo, los formadores, los pastores y, sobre todo, los fieles sienten la necesidad de redescubrir los caminos, los medios y los instrumentos para alcanzar la madurez espiritual, para sostener el camino del crecimiento espiritual, para poder vivir como redimidos en el mundo de hoy, realizando la vocación que Dios confía a cada uno para el bien de la Iglesia y de la humanidad. Si a las generaciones recientes se les ha ofrecido un examen de conciencia a menudo desvinculado de una visión orgánica de la vida espiritual y del marco teológico-antropológico que constituye su telón de fondo, no por ello podemos cerrar el discurso sobre una práctica espiritual presente desde los comienzos de la fe cristiana y de la que se han ocupado los más grandes maestros de la vida espiritual[10].

 

Por otra parte, si se ha acusado al examen de ser un ejercicio moralista y de no favorecer la libertad de la persona, esto es una manifestación más de que se tiene miedo a la soledad y al silencio, y se subraya -de forma inequívoca- el valor de la comunidad y, en este contexto

 

la hermenéutica de la sospecha lleva a constatar inmediatamente que la desaparición del examen de conciencia, como praxis ascética, como ejercicio espiritual fecundo, tiene como raíz última un cierto miedo a confrontarse consigo mismo, a volver a la verdad de la propia conciencia, a poner en orden la propia vida. En verdad, las habituales acusaciones de formalismo y moralismo que remueven en silencio la sabiduría secular de lo que se llama, quizá restrictivamente, examen de conciencia, no resisten la debida autocrítica. De hecho, militan en su favor: la llamada a la conciencia, como santuario de la persona y altar de la propia libertad; el ejemplo evangélico que, en la figura del hijo pródigo, nos exhorta a volver a nuestro interior; la actitud obediente de ser verdaderos y caminar en la verdad, ante Dios, ante los demás y ante nosotros mismos… Todas estas son razones que vuelven a poner en el centro de la vida espiritual la sabiduría de una praxis que ciertamente necesita ser repensada en sus presupuestos doctrinales y en los puntos de referencia de una espiritualidad renovada; pero sigue siendo un ejercicio ascético necesario, aunque necesitado de una nueva y concreta «mistagogía», que evite la superficialidad del narcisismo de quien se contempla en su propio espejo y la ansiedad que lleva a los escrúpulos, para convertirse en un momento fuerte de oración; una oportunidad de conversión positiva. Debe convertirse en un ejercicio que lleve el sello trinitario: un momento de escucha de las mociones del Espíritu, de confrontación con el rostro de Cristo, maestro y juez, misericordioso y verdadero, de experiencia de filiación en la búsqueda amorosa de la voluntad del Padre[11].

 

Por eso, es muy significativa la recomendación del Magisterio de la Iglesia de reanudar el uso y la práctica del examen de conciencia, superando el nivel de los gestos y favoreciendo la confrontación con la Palabra de Dios y su amor, para ayudar al pueblo de Dios en la búsqueda de la voluntad de Dios en el camino de la verdadera conversión.

 

Esta gracia de Dios, que tuvo la iniciativa de amarnos, permite al penitente realizar estos gestos. El examen de conciencia se hace a la luz del amor de Dios y de su Palabra. Reconociendo el propio pecado, el pecador se responsabiliza de él y, movido por la gracia, manifiesta su dolor y aborrecimiento del pecado especialmente ante Dios, que nos ama y juzga misericordiosamente nuestras acciones. Por eso, el reconocimiento y la acusación plena de los pecados ante el sacerdote, con sencillez y claridad, forma parte de la acción del Espíritu de amor, más allá del dolor de contrición (por amor) o de atrición (por temor a la justicia divina)[12].

 

Prepararse para la confesión con la ayuda de la espiritualidad ignaciana

 

El examen es patrimonio de la sabiduría humana y espiritual universal y se ha practicado en muchas tradiciones diferentes. Se puede decir que, en el cristianismo, la práctica del examen se conocía ya en el siglo IV, quizá debido a la disminución del fervor de las primeras comunidades. Frente a modos de examen muy moralizantes, como los practicados por los estoicos, en el cristianismo se acentúa la dimensión dialogante, ya que el cristiano se enfrenta a Jesús, que es su modelo. Más tarde, la práctica del sacramento de la penitencia exigía un examen personal previo a la confesión de los pecados. Para facilitar esta práctica, a partir del siglo XII se generalizó el uso de los llamados «penitenciales», libros con instrucciones fáciles y adecuadas para el examen de conciencia. También lo practicaban los cristianos que querían profundizar en su estilo de vida y fomentar una interioridad más acorde con lo que decían creer. El examen encontró una difusión particular en la vida monástica y conventual y, a partir del siglo XIV, se extendió más allá de los monasterios y conventos y llegó a los laicos, hasta el punto de que hubo que perfeccionar sus métodos. En este proceso destaca la Devotio Moderna, en la que el examen experimentó un considerable desarrollo y mejora con el uso de los «confesionales». No se trataba sólo de preparar la confesión, sino que tenía lugar varias veces a lo largo del día, la anotación de lo experimentado en el examen, la comparación de faltas en diferentes exámenes para percibir el progreso o retroceso en la práctica de las virtudes. También fue decisiva la insistencia en la comparación con el padre espiritual. Durante este período, el uso y la fidelidad en la lectura y reflexión sobre «La Imitación de Cristo» fueron excepcionales. Una sistematización completa de la práctica del examen es más reciente y se debe, en gran parte, a la aportación de San Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales y a las indicaciones que dio, por escrito o de palabra, a sus primeros compañeros y, más tarde, a los jesuitas de la primera generación y a las personas a las que ofrecía su ayuda espiritual en los Ejercicios o fuera de ellos en lo que él llamaba «conversaciones espirituales».

 

Teniendo en cuenta que Ignacio de Loyola no había estudiado teología cuando dio sus primeros Ejercicios Espirituales, podemos suponer que se sirvió de las enseñanzas que había recibido en su infancia y que de alguna manera había reforzado durante su estancia en la Corte del Rey Fernando el Católico, en Arévalo. También pudo haber leído cierto tipo de libros de catequesis, especialmente el libro «El Ejercitatorio de la Vida Espiritual», del benedictino García de Cisneros, que leyó en Montserrat, y, donde, muy probablemente, pudo haber utilizado otros de estos libros para preparar su confesión general. Estos libros eran conocidos como «confesionales» o «manuales de confesión» y se distribuían para ayudar a los penitentes en la complicada tarea de enumerar sus pecados para confesarlos al sacerdote[13]. También es probable que los leyera durante su estancia en Barcelona tras su estancia en Tierra Santa. Los confesionales contenían una lista de comportamientos que se identificaban como pecados. Eran útiles tanto para el confesor como para el penitente, ya que incluían un resumen de casos reservados y censuras, formas extraordinarias de absolución, un interrogatorio sobre los pecados y sus remedios, e instrucciones sobre cómo llevar a cabo el oficio de confesar en beneficio del pueblo. En la cuarta parte de las Constituciones de la Compañía de Jesús, Ignacio recomienda el uso y conocimiento de estos confesionales cuando habla «Del instruir a los escolares en los medios de ayudar a sus próximos»[14] .

 

 

El Padre Jerónimo Nadal, jesuita de la primera generación de la Compañía de Jesús y gran teólogo que, junto con Juan Alfonso de Polanco, secretario de Ignacio, llevó adelante la sistematización de la espiritualidad ignaciana, también relaciona los confesionales con el primer modo de orar en los Ejercicios Espirituales, cuando menciona que se puede trabajar la doctrina cristiana como materia de meditación diaria y, fundamentalmente, los temas de los mandamientos y los dones del Espíritu Santo, ambos contenidos y explicados en los confesionales como apartados a repasar antes de la confesión. Según la Anotación 18, los mandamientos y los siete pecados capitales deben ocupar un lugar central en las oraciones de las personas sencillas e iletradas que desean satisfacer en alguna medida sus almas y a ello dedican el primer modo de orar, junto con los cinco sentidos corporales y los cinco sentidos corporales del Espíritu Santo y consiste en «dar más forma, modo y exercicios, cómo el ánima se apareje y aproueche en ellos, y para que la oración sea acepta, que no dar forma ni modo alguno de orar»[15] . Es muy probable que Ignacio previera este tema en la anotación en cuestión, que también estaba fuertemente influida por los confesionales de su tiempo, y en particular el “Arte para bien confesar” y el “Arte de la Confesión” de un benedictino anónimo, así como otros textos menos conocidos. Ignacio tenía por costumbre reflexionar y meditar sobre los mandamientos, deteniéndose en las faltas personales para descubrir cómo se habían vivido y hacer un examen minucioso de los pecados para poder acusarlos ante el confesor. La conciencia de las omisiones e imperfecciones permitirá una mayor entrega a la actividad de la gracia divina.

 

Era una práctica comúnmente aceptada que, al final del examen minucioso de cada mandamiento y después de descubrir claramente los pecados que había que confesar, el penitente se acusara a sí mismo de cada uno de ellos, con absoluta precisión, y pidiera perdón por todo lo que había cometido. Por tanto, Ignacio toma esta práctica como el primer modo de oración e insiste en que después de la acusación se pida la gracia de reparar. Por último, cuando Ignacio menciona que «para conoscer mejor las faltas hechas en los pecados mortales, mírense sus contrarios, y así para mejor evitarlos proponga y procure la persona con santos exercicios adquerir y tener las siete virtudes a ellos contrarias» no hace sino hacerse eco de la práctica de los confesionales, que establecían la misma práctica de contrarias para corregir, sobre todo, los pecados mortales, por la que se decía, por ejemplo, que: «el primer remedio contra la gula es el ayuno, y es cosa de gran virtud… como dice San Gregorio, según el arte de la medicina, las cosas contrarias se curan con cosas contrarias; las calientes con frías, y las frías con calientes…». Otro remedio es “que un hombre haga lo contrario de lo que solía hacer, a saber, que, si comía por la mañana, que es un vicio, lo convierta en virtud y coma a una hora conveniente; y si comía muchas veces, que es la vida de las bestias, coma dos veces, que es la vida de los hombres; y si bebía muchas veces, beba sólo en la cena y en la cena. Y si solía comer de prisa, que coma con moderación…”[16].

 

Como puede verse en el texto anterior, el lenguaje es prácticamente idéntico al de los Ejercicios Espirituales, por lo que no debe extrañar que esta práctica tuviera una fuerte influencia en la vida espiritual de Ignacio. Nos dice que usando los opuestos podemos darnos cuenta más fácilmente de que, habiendo recibido muchos dones en beneficio de nuestra salvación, no los hemos usado correctamente. Se trata de buscar y encontrar cuál de las siete raíces principales del pecado está más arraigada en el ejercitante, e inducirle a buscar la virtud opuesta. No se trata de analizar obsesivamente los pecados, ni de detenerse masoquistamente en lo que hemos hecho mal, sino de intentar visualizar el pecado que hemos cometido y, una vez encontrada su raíz, avanzar hacia aquello que permite el arrepentimiento y el deseo de conversión. Así, meditando sobre las potencias del alma, la contrariedad se hace más evidente, porque se nos invita a pensar cómo Cristo o su Madre utilizaron las mismas potencias, y comparando el uso que hemos hecho de las nuestras, veremos para qué sirven y para qué no sirven la memoria, la inteligencia y la voluntad.

 

En cuanto a los cinco sentidos, iluminando nuestra reflexión con personas santas, podremos darnos cuenta del mal uso que hemos hecho de los nuestros en comparación con el uso perfecto que ellos han hecho del mismo don, y la comparación debe servirnos para enfocar de otra manera nuestra reflexión. La relación con los confesionales se ve claramente en los “Ejercicios de luz” descritos en la Anotación 18, especialmente en lo que se refiere al modo como Ignacio los impartía en Alcalá de Henares a la gente iletrada e inculta que no podía entender grandes discursos teológicos o contenidos doctrinales fuera de su alcance. Así, de acuerdo con la enseñanza de los confesionales y lo que Ignacio había aprendido, trataba de hacer comprender a sus oyentes los mandamientos y la
naturaleza de los pecados mortales, los preceptos de la Iglesia, los cinco sentidos y las obras de misericordia[17]. No hablaba de cosas nuevas, según cuentan los que acudían a escucharle, tal vez con la intención de encontrar alguna doctrina de los “dejados, iluminados y perfectos” como se conocía a estos grupos de cristianos que impugnaban ciertas prácticas eclesiásticas de la época. No. Ignacio hablaba sólo de cosas elementales y obvias, pero quizá no asumidas ni comprendidas por los iletrados. Las verdades que predicaba el estudiante vasco eran las del amor a Dios, los mandamientos y las contenidas en los Evangelios y en otros santos como San Pablo. Puede parecernos obvio que Ignacio hablaba de los preceptos de la Iglesia, pero no era así en aquellos tiempos, ni lo es en los nuestros, muy desafortunadamente.

 

Ignacio predicó cosas sencillas al comienzo de su actividad apostólica, y los contenidos de esta predicación fueron recogidos y escritos de manera sencilla en la Anotación 18, dando cuerpo al contenido de los llamados “Ejercicios leves” que consisten en los mandamientos, las tres potencias de que hay que servirse para amar a Dios con toda el alma. En el examen general, ya hemos tenido en cuenta lo que se debe prever para el examen «Del Pensamiento»[18] . Se toca el aspecto de jurar por el Creador y por la criatura[19], y se dice que la idolatría es de temer más en el imperfecto que en el perfecto. Los preceptos de la Iglesia son también objeto de los “Pequeños Ejercicios”, así como los siete pecados capitales, los cinco sentidos corporales, las obras de misericordia corporales y espirituales. Los Ejercicios incluyen también una confesión general, que incluye la contrición del corazón, la confesión de la boca y la satisfacción en las obras, que reflejan el modo de pensar de Ignacio cuando dio estos Ejercicios, y que se contienen también en algunos confesionales de la época[20].

 

Los Ejercicios Leves también se hacen eco de las afirmaciones de los confesionales de que no es bueno olvidar que «hemos pecado desde que nacimos y que las cosas que hemos hecho contra Dios bastarían por sí solas para enviarnos al infierno», y el “Confesional de Tostado” añade que «e aún más podemos considerar, que todo el tiempo en que estovimos en pecado perdimos, e este es muy gran daño. Ca Dios nos dio el tiempo e espacio de vivir para obrar en el mesmo algún bien según el qual merezcamos la gloria de paraíso. E todo el tiempo que estamos en pecado no aprovechamos cosa alguna para ello, mas antes del todo nos perdiamos»[21] . Los confesionales invitan al penitente a pensar en las veces que ha pecado «contra Dios Todopoderoso por flaqueza de naturaleza, contra su Hijo por ignorancia y ceguedad de alma, contra el Espíritu Santo por malicia, obstinación, etc.»[22]. Ignacio nos invita a pensar en las veces que, por nuestra fragilidad, hemos pecado contra el Padre, por nuestra ignorancia hemos ofendido al Hijo, y por nuestra iniquidad al Espíritu Santo[23].

 

Podemos concluir y afirmar que, para Ignacio, un fin primordial de los Ejercicios Leves era enseñar y practicar el examen particular y general «juntamente media hora por la mañana el modo de orar sobre los mandamientos, pecados mortales, etc.». También intentaba fomentar la confesión semanal y la comunión quincenal y, si era posible, semanal, para promover un estilo de vida más espiritual en los oyentes de sus charlas y ejercicios espirituales. La gente sencilla e iletrada estaba terriblemente ansiosa por su salvación y anhelaba la conversión al “servicio de Dios”, pero la naturaleza complicada y fácticamente difícil de la confesión anual obligatoria les impedía una práctica liberadora de sus pecados a través del sacramento. Los confesionales ayudaban a hacer una buena confesión con sus listas de posibles pecados e indicaciones sobre cómo debía realizarse el propio sacramento, pero estas gentes rudas y sencillas eran ignorantes, la mayoría ni siquiera sabía leer, por lo que se les negaba el acceso a tan útiles libros. Con los Ejercicios Leves, con el diálogo y la instrucción personalizada, Ignacio intentó suplir esta carencia y dar un poco de luz a aquellas gentes que sufrían por no poder llegar a Dios. No olvidemos que había muy poca gente culta y educada e incluso ellos, entre tanta confusión doctrinal, entre tantas corrientes ilustradas y ante tanto malestar con la situación eclesial, no accedían fácilmente al sacramento de la confesión.

San Ignacio de Loyola

Julio de 2024.


[1] Parte de este trabajo fue expuesto en una conferencia en el Seminario “Celebrar el Sacramento de la Confesión hoy”, en el Dicasterio de la Penitenciaría Apostólica, en Roma, 14 de octubre de 2022.

[2] Ezequiel 36, 26-29.

[3] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1435

[4] Cf. canon 664.

[5] Cf. canon 988, §§ 1 e 2.

[6] Alphonso, Herbert. (1991). La vocación personal. Roma: CIS, 63.

[7] Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1451-1454.

[8] Ponticelli, R. (2016). Libera il tuo cuore. Proposte per l’esame di coscienza. Roma: ADP, 15. La traducción es nuestra. En adelante TN.

[9] Congregación para el Clero. El Sacerdote, Ministro de la Misericordia Divina. Subsidio para Confesores y Directores Espirituales.  Marzo 2011, n. 36.

 

[10] Rupnik, Marko I. (2012). L’esame di coscienza. Per vivere da redenti. Roma: Lipa, 11-13. TN.

[11] Castellano Cervera, Jesús. En: Rupnik, Marko I. (2012). L’esame di coscienza…, Opus cit., 5-7. TN.

[12] Congregación para el Clero. El Sacerdote, Ministro de la Misericordia Divina…, Opus cit. n. 40.

 

[13] Cf. González Magaña, Jaime Emilio. (2002). “El ‘Taller de Conversión’ de los Ejercicios. Volumen II: Los Ejercicios: una oferta de Ignacio de Loyola para jóvenes, México: SEUIA-ITESO, 149-176.

[14] Constituciones, parte IV, capítulo 8º, Nº [407]. Cf. Arzubialde, Santiago, Corella, Jesús y García Lomas, Juan Manuel. (Eds.). (1993). Constituciones de la Compañía de Jesús. Introducción y Notas para su lectura, Universidad Pontificia Comillas. Bilbao-Santander: Mensajero-Sal Terrae, 185.

[15] Ejercicios Espirituales, [238]. MI., Ex., I, 312.

 

[16] Calveras, José. (1948). “Los Confesionales” y los Ejercicios de San Ignacio, Archivum Historicum Societatis Iesu, Nº 17, 73.

[17] MHSI. Monumenta Ignatiana, Fontes Documentales, 325, 332, 334.

[18] Ejercicios Espirituales [33-37].

[19] Ejercicios Espirituales [39].

[20] Monumenta Ignatiana., Eppistolae et Instructiones., XII, 666-673.

[21] Calveras, José. (1948). “Los Confesionales” y los Ejercicios de San Ignacio…, Opus cit., 76.

[22] Calveras, José. (1948). “Los Confesionales” y los Ejercicios de San Ignacio…, Idem, 76.

[23] Monumenta Ignatiana., Epp. et Instr., XII, 666.

 

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