La fisonomía espiritual de San Pedro Fabro

Jul 25, 2023 | Noticias

El discernimiento espiritual y los deseos del corazón

 

Pedro Fabro, el primer compañero de Ignacio de Loyola y el primer sacerdote entre los primeros, nos da pistas esenciales para orientarnos responsablemente en el ejercicio abnegado de la oración. Del mismo modo que Ignacio de Loyola, su maestro y amigo, se basa en su experiencia de conversión, por lo que es claro cuando menciona que es importante identificar nítidamente las buenas obras. Para ello, es menester saber discernir el bien del mal, el buen espíritu del malo, y para ello hay que sopesar los propios deseos y mirar atentamente los movimientos del corazón, sin dejar de dar también una palabra a la objetividad de la institución en el ejercicio de la obediencia. Si lo experimentamos así, ciertamente nos conducirá a sentir los efectos de la libertad. Un ejemplo del discernimiento ejercitado por Fabro, lo tenemos el 15 de agosto de 1542, fiesta de la Asunción de María, cuando deja el testimonio de que, casi durante un año que se encuentra sin esa devoción,

 

que procede de la moción interna del espíritu que suele cambiar nuestro propio ser en otro mejor, de manera que lo notamos bien cuando está presente en nosotros. Es una gracia grande de Dios nuestro Señor que el hombre se encuentre muchas veces como quien vive en sí mismo con la gracia suficiente para que conozca mejor y sepa distinguir el propio espíritu y el espíritu que le viene de fuera, sea bueno o malo. Y es de gran importancia para discernir el bueno del mal espíritu el poder conocer, entender y experimentar los altos y bajos de nuestro ser; y también el aumento o pérdida que sentimos en nosotros y que podemos experimentar de tres maneras: la primera cuando, en cierto sentido, yo puedo decir, para entenderlo bien, no excluyendo la gracia de Dios: «vivo yo y soy yo el que vive»; la segunda: «vivo yo, pero ya no vivo yo sino que es Cristo quien vive en mí»; la tercera: «vivo yo, pero no vivo yo, en mí vive el pecado o el mal espíritu que reina en los malos»[1].

 

Por otra parte, el 26 de octubre de 1542, el santo da una muestra más de ser un maestro del discernimiento. Establece criterios para distinguir el mal espíritu del bueno, especialmente cuando viene disfrazado de buenas intenciones[2]. Da pautas para orientarse cuando se padecen diversidad de espíritus[3]; cuando se debe hacer elección del estado de vida y cuando se practica el acompañamiento espiritual[4]. Pero, para discernir adecuadamente, hay que “recogerse” interiormente para focalizar toda la afectividad en Dios por lo que expresa:

 

…entendí mejor que nunca, por algunas evidentes reflexiones, la importancia que tiene para el discernimiento de espíritus, ver si prestamos más atención a los pensamientos o locuciones interiores que al mismo espíritu que suele manifestarse en deseos y afectos, en la fortaleza de ánimo o en la debilidad, en la intranquilidad o inquietud, en la alegría o tristeza y semejantes afectos espirituales. Por estas cosas se puede juzgar más fácilmente del alma y de lo que hay en ella, que por los mismos pensamientos[5].

 

 

 

 

El amor a Jesucristo

 

Según consta en el Memorial, nos dice que los “deseos” residen en el “corazón” y lo movilizan secretamente, por eso hay que discernirlos, mortificar la carne y abnegar el espíritu: esa “puerta estrecha” indica “el camino que conduce al corazón. Los que vuelven a él entran en la verdad y la vida. El corazón es lo primero que es animado en el hombre y lo último que es abandonado. Por eso, conviene que, poco a poco, volvamos al corazón con toda nuestra alma sensitiva y racional, para que, recogidos y unidos en él, podamos pasar a la vida indivisible y espiritual que está escondida en Dios con Cristo”[6]. De acuerdo con esto, es necesario:

 

subir y crecer en el proceso interior, no por miedo a bajar, retroceder o caer sino por amor a la santidad. Y no sólo porque estos pensamientos te ayudan para verte libre de otros pensamientos malos. Desea y aspira a sentir las cosas espirituales, no porque sean un remedio contra las malas y vanas afecciones, sino por lo que tienen en sí. De esa manera podrás llegar al amor de Dios, sólo por el mismo Dios. Deja, por consiguiente, todo lo que es vano e inútil, y aun los mismos pecados en cuanto pudieran ser un impedimento para acercarte a Dios y vivir en su presencia y encontrar en Él la paz y la comunicación[7].

 

Si en el corazón residen los deseos, los de Fabro se centran en el amor a Jesucristo, persuadido de que: “Él es lo primero y principal”[8]. Lo confirma su honda devoción a la Misa[9] y su gran amor al Santísimo Sacramento, de lo que nos deja constancia cuando afirma: “Puesto de rodillas humildemente ante el Santísimo Sacramento expuesto, sentí gran devoción al considerar que allí está realmente el cuerpo de Cristo y que, por consiguiente, estaba también toda la Trinidad de modo maravilloso, distinto del que está en otras cosas y en otros lugares. Porque otras cosas como las imágenes, el agua bendita, los templos, nos proporcionan una presencia espiritual de Cristo, y los santos y poderes espirituales. Pero este sacramento hace que, bajo aquellas especies, esté realmente Cristo y todo el poder de Dios. Sean bendito el nombre del Señor”[10]. En otro momento profundiza esta gran verdad cuando destaca:

 

Después de la comunión tuve un gran deseo, como lo había sentido el día anterior a la misma hora, de que Cristo, al que acababa de recibir, me metiera con Él dentro de mí mismo para vivir con Él y colaborar a mi propia reedificación y renovación de mí mismo. Le pedía también que Él, en quien hay infinitos modos de ser, por lo menos accidentales, se dignase renovar en mí mi propio ser, mi vivir y mi obrar; para que yo me reoriente con relación a Él y a todo lo demás; y que tenga yo una nueva manera de vivir y de obrar, de tal manera que Él me vaya mejorando cada día, pues sólo Él tiene una existencia, una vida y una acción por su misma naturaleza inmutables[11].

 

Con la intención puesta sólo en Dios, Pedro Fabro busca orientarlo todo hacia Él para descansar en Él, por lo que lo llama el “espíritu principal”. Para mantener vivos los deseos del corazón “han de seguir siempre el camino que conduce a la cruz. Porque Cristo crucificado es el verdadero camino hacia la glorificación del alma y del cuerpo. Y no sólo es camino, sino también verdad y vida. Cuando te afanes por llegar a ser un hombre espiritual y buscar la verdadera consolación y progreso, has de procurar renunciar a la gracia y favor de los hombres. Tiende a lo interior, a lo que es propio de la cruz”[12]. Y más adelante afirma: “Hay que buscar primero el poder de Cristo crucificado, y después el poder de Cristo glorioso. Y no al contrario. Su poder consistió en que Cristo quiso morir voluntariamente y sufrir todo lo que quisieron hacerle sufrir sus enemigos. Por su poder fue destruida nuestra muerte que se afianzaba, y todavía se afianza, y de alguna manera se sostiene, por los miedos que tenemos de padecer y morir”[13]. Con la encarnación del Verbo y su ofrecimiento voluntario a la muerte “nosotros deberíamos armarnos de los mismos pensamientos y voluntad para ofrecernos por Él a los padecimientos y a la muerte para destruir el cuerpo del pecado para que al fin hallemos el cuerpo de la gracia y de la gloria de Dios en Jesucristo Jesús nuestro Señor, en quien nuestro espíritu ha de encontrar su propio ser, su vida y movimiento”[14].

He aquí el secreto del triunfo de Fabro sobre las “tribulaciones espirituales” que aquejan a todos los hombres cuando se dejan amilanar por el miedo de seguir a Jesucristo hasta la Cruz. Sólo el amor al Señor puede vencer esa turbación que nace del temor y del amor propio. En efecto, de ese amor a Cristo depende el amor verdadero y el ordenamiento interior: “Cuando el amor de la verdadera caridad se apodere de toda nuestra libertad y espíritu, siempre y en todas partes, entonces todas las otras cosas adquirirán el orden de la tranquilidad y la paz, sin perturbaciones del entendimiento, memoria y voluntad. Pero esto se realizará en la patria de los bienaventurados hacia la que vamos subiendo todos los días”[15]. Pero en una perspectiva escatológica, ese ordenamiento es posible ya desde ahora. Así, en la vida del apóstol saboyano, un momento muy importante es cuando pasa del deseo de ser amado al de amar, gracia que recibe durante la octava de Navidad de 1542 y que comparte en los siguientes términos:

 

En estos días de Navidad, creo haber conseguido algo bueno, relacionado con mi nacimiento espiritual: el desear buscar con especial cuidado señales de mi amor a Dios, a Cristo y sus cosas, de manera que llegue después a pensar y desear, a hablar y hacer mejor lo que Dios quiere. Hasta ahora andaba yo muy deseoso de procurar aquellos sentimientos que me daban a entender lo que significa ser amado por Dios y por sus santos. Buscaba, sobre todo, comprender cómo me veían a mí. Esto no es malo. Es lo primero que se les ocurre a los que caminan hacia Dios, mejor dicho, a los que buscan ganarse al Señor. […]

Al principio de nuestra conversión, sin que esto sea proceder mal, procuramos, sobre todo, agradar a Dios, preparándole en nosotros morada corporal y espiritual, en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu. Pero hay un tiempo determinado –que la unción del Espíritu Santo muestra al que camina rectamente–, en el que se nos da y se nos exige que no queramos ni busquemos principalmente el ser amados de Dios, sino nuestro primer empeño ha de ser amarlo a Él. Es decir, que no andemos averiguando, cómo procede con nosotros sino cómo actúa Él en sí mismo y en todas las otras cosas y qué es lo que en realidad le contenta o le desagrada en sus criaturas.

La primera actitud consistía en traer a Dios hacia nosotros, la segunda consiste en ir nosotros mismos hacia Dios. En el primer caso buscamos que Dios se acuerde y esté pendiente de nosotros; en el segundo tratamos de acordarnos nosotros de Él y poner empeño en lo que a Él le agrada. Lo primero es el camino para que se perfeccione en nosotros el verdadero temor y reverencia filial. Lo segundo nos conduce a la perfección de la caridad.

Que el Señor nos conceda, a mí y a todos, los dos pies con los que hemos de esforzarnos para caminar por el camino de Dios: el verdadero temor y el verdadero amor. Hasta ahora tengo la impresión de que el temor ha sido el pie derecho y el amor el izquierdo. Ahora ya deseo que el amor sea el pie derecho y el temor el izquierdo y menos importante. Y ojalá que sienta que mi nacimiento es para esto, para que crezca hasta llegar a ser un varón perfecto”[16].

 

 

 

La debilidad del hombre, en la fortaleza de Dios

 

El 26 de marzo de 1542, describe en su diario un estado oscuro de ánimo con estas palabras: “El lunes de Pascua, después de maitines, volví a caer en mi acostumbrada cruz, una turbación que tiene tres motivos: primero, que yo no siento las ansiadas señales del amor de Dios conmigo; segundo, que siento en mí las huellas del viejo Adán, más de lo que yo deseo; tercero, que no logro aportar el deseado fruto de salvación del prójimo. En estos tres puntos pueden aproximadamente resumirse todas las turbaciones de mi espíritu, de manera que me inclino a ver en ellos mi cruz”[17]. Sufrió una fuerte insatisfacción interior, con inclinación “a observar los defectos de los demás, a sospechar de ellos y condenarles”[18], finalmente le acosaron escrúpulos sobre innumerables imperfecciones insignificantes. Podemos ver en ello una clara labilidad, quizá una super responsabilidad, unida a un fuerte sentimiento de minusvalía o una sensación de que no era nadie. Esto nos ayuda a entender el modo en el que Ignacio ejerció sobre él un influjo estabilizador y, poco a poco, le ayudó a confiar más en sí mismo. Le animó a hacer una confesión general con el Dr. Castro, le encaminó a la confesión y comunión semanal y le enseñó la importancia de practicar el examen cotidiano[19]. Retrospectivamente, describe esta “enseñanza de vida” de la que aprendió tanto con Ignacio y comparte que: “Primeramente, que él me enseñó la correcta comprensión de las agitaciones de mi conciencia, así como de las tentaciones y escrúpulos, que me asediaban desde hacía tiempo, sin que yo hubiera podido ver o encontrar un medio de encontrar la paz. Los escrúpulos consistían en la angustia de que no había confesado bien mis pecados desde hacía mucho tiempo… Las tentaciones que entonces me asaltaban consistían en imágenes obscenas y repulsivas de cosas carnales, que me insinuaba el espíritu de la concupiscencia, de lo que yo no había tenido ningún conocimiento espiritual sino solo por libros”[20]. Pero después, afirma: “Nunca me asaltó un impulso, una angustia, un escrúpulo, duda, un temor, ni otro mal espíritu… sin que inmediatamente o pocos días después encontrara en Dios nuestro Señor, un antídoto eficaz; … En este capítulo entran también innumerables muestras de gracia respecto del conocimiento y experiencia de los diversos espíritus. Aprendí a conocerlos mejor de día en día, porque Nuestro Señor me dejó algunos aguijones (2 Cor 12, 7) que nunca me dejaron adormecerme en la flojera. Con todas estas experiencias de los malos espíritus que me ayudaron a ser perspicaz , a juzgar con claridad, a tener una conciencia vigilante sobre mí mismo o sobre las cosas de Dios nuestro Señor o del prójimo en todas estas experiencias espirituales, pues, nunca permitió nuestro Señor, me parece, que yo cayera en el barro o en el error; más bien me libró él con las sugestiones o ilustraciones de sus santos ángeles y del Espíritu Santo siempre a tiempo, cuando le pareció bien y a mí me era soportable” (Nr. 12).

El Maestro Ignacio le permitió hacer los Ejercicios después de cuatro años de una intensa preparación del sujeto espiritual, inmediatamente antes de la ordenación[21]. Con un acompañamiento largo y paciente, partiendo de su propia experiencia de conversión, con las “Reglas para discernimiento de las internas mociones” (EE 313-327) y para el discernimiento de espíritus (EE 328-336) y con las reglas de escrúpulos (EE 345-351), Ignacio dio a Fabro una ayuda eficaz para que se conociera a sí mismo y no tuviera miedo a responder con generosidad al llamado de Dios. En diversas situaciones, se repitieron las manifestaciones de sus altibajos emocionales, algunas fases depresivas y situaciones de clara desolación. Pero siempre, con tenacidad y una fe creciente en Dios y en sí mismo, logró fortalecer un estado espiritual de claridad interior y exterior. Examinó todas las posibilidades para lograr una percepción más fina y atenta de sus mociones espirituales y un crecimiento continuo en la esperanza de sentirse aceptado por Cristo. Internalizó la conciencia creyente de encontrarse rodeado de todo un universo de ángeles y espíritus protectores, la firme convicción de filiación con la Compañía de Jesús y la auténtica y sincera fraternidad con los compañeros, por cuyas oraciones se sentía sostenido y que él mismo sostuvo con su ardiente amor, todo esto era para él una gran ayuda[22]. Para nosotros, ahora, es de suma importancia entender ¿cómo acierta a superar las fases depresivas? Desde nuestro punto de vista, podemos afirmar que son dos fases que podemos explicar en la siguiente forma.

 

El jesuita y el apóstol surge de la experiencia fundante de los Ejercicios Espirituales

 

En las fases de depresión, inseguridad y escrúpulos, se ve totalmente abandonado a sí mismo, con su “parálisis interior”, “fragilidad y torpor”, “terrosidad” y “vulnerabilidad”[23]. Todos estos momentos, eran interpretados en el horizonte de la 7a regla de la primera semana[24]: “El que está en desolación, considere cómo el Señor le ha dejado en prueba en sus potencias naturales, para que resista a las varias agitaciones y tentaciones del enemigo; pues puede con el auxilio divino, el cual siempre le queda, aunque claramente no lo sienta; porque el Señor le ha abstraído su mucho hervor, crecido amor y gracia intensa, quedándole tamen gracia suficiente para la salud eterna”. En el mismo sentido, escribe el 15 de agosto de 1542: “Me parece que es un gran favor de Cristo nuestro Señor, cuando uno se encuentra abandonado a sí mismo y a la sola gracia esencial (gratia essentialis), para que así pueda conocer mejor el propio espíritu, que pertenece a su propio ser, y pueda distinguirlo de toda otra cosa que viene de fuera por el bueno o por el mal espíritu. Es efectivamente muy importante para el correcto conocimiento del bueno y del mal espíritu, conocer por sí mismo y sentir los altos y bajos de cada uno de esos estados, así como las crecidas y disminuciones que pueden producirse en cada uno de esos estados que sentimos en nosotros”[25].

 

Le acompaña continuamente el deseo de confirmación y renovación más profunda por lo que,  después de Misa, se dirige a la Madre de Dios: “luego le pedí (a la Madre de Dios), que me alcanzara la gracia de que yo me haga fuerte, confirmado y renovado para que luego si se me quita (con razón y necesidad) el estímulo eficaz y el apoyo sensible del Espíritu Santo, no quede inmediatamente tan débil y caiga y pierda el reconocimiento de los dones de Dios….Quiera Dios en su bondad afianzar en mí los cimientos de tal manera que me haga cada vez más fuerte, maduro y hábil para las buenas obras, aunque se me retire la gracia suplementaria; y que en mi espíritu se construyan bases tan sólidas que con su ayuda pueda también aprovechar las gracias, si acaso no se me concede un fervor espiritual especial”[26]. En el período del 8 al 15 de diciembre de 1542, encontramos una anotación que puede considerarse como el cumplimiento de ese deseo:

 

En los días en que yo celebraba la fiesta de la Concepción de la Santísima virgen María, sentí yo nueva firmeza y consistencia en mi corazón y en todo mi interior, con lo que gocé de la impresión de ser inmune a las violentas olas de la tentación. No sentí p. ej. gran devoción por nuevas ilustraciones que me movieran a gran fervor y gran recogimiento de pi edad; pero tampoco me vi, como de ordinario, asediado por pensamientos impuros u otros que provienen del mal espíritu; porque los cimientos básicos de mi ser parecían ellos mismos robustecidos y reforzados de manera inexplicable por la gracia de Dios. Podría esto explicarse de esta manera, que mi casa en cierto modo ha sido reforzada en cierto modo en sus cimientos o en su paredes y columnas o en el resto de su obra de apoyo, pero sin que se haya visto enriquecida por lo demás… Anteriormente yo encontraba en mí algún equipamiento piadoso de buenas y santas mociones y buenas sugestiones; pero, a la vez, sentía yo una gran debilidad e inconsistencia en mis cimientos. Dame Jesús… que ambas cosas se renueven en mí de día en día: los cimientos de mi ser y el mobiliario…”[27].

 

Confía su historia personal en la historia de la salvación

 

Pedro Fabro estaba completamente persuadido de que su historia estaba llena de contrariedades y confusiones, pero, también de logros y esperanzas. Su historia estaba inserta en la historia de salvación y envuelta en el misterio de lo que Dios quería hacer de él y con él. El 25 de diciembre de 1542, escribía:

 

En la primera misa, cuando me sentía frío para la comunión y me encontraba turbado, porque mi morada no estaba mejor aderezada, entonces me sobrevino un espíritu verdaderamente vivo, en el que con devoción muy interna que me conmovía hasta las lágrimas percibí la siguiente respuesta: Esto significa que Cristo quiere venir a un establo. Porque si estuvieras ya fervoroso, no sentirías la humanidad del Señor; porque tú parecerías espiritualmente mucho menos a un establo’. Así encontré mi consuelo en el Señor que se ha dignado venir a un hogar tan frío. Yo quería ver mi hogar adornado, para encontrar luego en él algún consuelo; en vez de eso, vi la suerte del Señor nuestro y con eso quedé consolado[28].

 

En una forma similar, el 23 de marzo de 1542, escribe en estos términos:

 

Ahora que llegó este día de la pasión del Señor y comencé a meditar sobre todo esto, aconteció que no sin esfuerzo de mi espíritu llegué a tener conciencia que todo esto ha sido bueno para mí. Este día y este tiempo son ciertamente el tiempo de la pasión de Jesucristo: es decir el tiempo en que recordamos las llagas corporales de Cristo, sus angustias, su muerte, sus ignominias, sus humillaciones y sus tormentos. Por eso era bueno que mis llagas espirituales y las cicatrices de mis flaquezas no curadas aún se manifestaran en estos días en que se nos manifiestan nuevamente la pasión y méritos de Cristo[29].

 

Pedro Fabro no tiene ninguna reserva en constatar el estado de su situación interior. Teniendo como trasfondo la historia de la salvación, le sirve de ayuda la época litúrgica. Y así, puede establecer la conexión entre la estrechez de su historia y sus experiencias personales y la grandeza infinita de la historia de la salvación. Contempla su situación personal comprendida en el gran contexto cristológico y asume que su vida, sus pequeñeces y sus miedos son, también, participación en el camino de Cristo y esto le ayudará a confiar más en Él y menos en sí mismo[30]. Durante los años de su apostolado (1536-1546), Pedro Fabro se transforma interiormente gracias a su amistad con Dios. En ella va desplegando todas sus energías porque quiere aprender cada vez mejor a discernir amorosamente la voluntad de su Amigo y Señor para servirlo, compartiendo con Él sus afanes personales y apostólicos cotidianos. Fabro obedece cada vez más gustosamente la voluntad divina, discerniéndola de la suya a la luz del amor a la cruz de Jesucristo, y así vence el temor natural que anima en el corazón y lo paraliza para el amor. Un año y medio antes de morir, el 24 de febrero de 1545 escribe:

 

Porque había nacido en mí un nuevo deseo de pedir gracia para hacer bien todo aquello de lo que yo y los demás hemos de dar especial cuenta. A saber: ordenar bien mis acciones de cada día, hacer bien mi examen de conciencia, rezar las horas canónicas, hacer bien una buena y consoladora confesión, celebrar la misa y comulgar, administrar los sacramentos, la recta proclamación de la palabra tanto en público como en privado, una santa conversación con hombres y mujeres. Estas son las siete clases de actividades para las que tendríamos que pedir la gracia de Dios y de los santos, con el fin de que podamos realizarlas perfectamente. Así resumí yo todas las gracias que suelo pedir en mis letanías. Por esta intención apliqué la misa del día siguiente a dicho miércoles”[31].

 

Aunque de un modo limitado de parte nuestra, hemos podemos atisbar algunos matices que nos indican la riqueza de la fisonomía espiritual de Pedro Fabro. El hombre tímido de Saboya, se transformó en un auténtico jesuita y en un incansable apóstol, favorecido de excepcionales talentos, cualidades humanas y espirituales y una personalidad bondadosa, afable y atrayente. Fue un hombre que, siguiendo el ejemplo de Ignacio de Loyola, su maestro y amigo, se dejó tocar por el amor de Dios y esto le permitió seguir a Jesucristo desde su personal forma de ser, pero con la convicción de que tenía necesidad de renovar su vida interior para aceptarse a sí mismo y crecer en el amor a Aquél que lo había seducido. Poseía una fineza y sensibilidad espiritual fuera de lo común y su oración era fervorosa y elevada, pero partía de una clara asunción de la realidad conflictiva que deseaba transformar por lo que nunca la evadió, la negó y, mucho menos, la relativizó. El espíritu del Evangelio empapaba lo más profundo de su corazón, y, por lo mismo, interpretaba a la luz de la fe todo lo que le sucedía, todo lo que soñaba, todo lo que realizaba, como fidelidad a su vocación y a su deseo de colaborar en la construcción del Reino de Dios. Fue un alma magnánima, de aspiraciones elevadas y un hombre de grandes deseos que aspiraba a nobles misiones para la mayor gloria de Dios, por lo que renunció a la mediocridad de ser un jesuita que se conformaba con poco. Era consciente de que, al igual que Ignacio de Loyola, deseaba tanto y tanto lo deseaba que deseaba llenarse siempre más de Dios y sus criterios para seguir siempre más y más comprometidamente a Jesucristo. Fue un alma que vivía en constante acción de gracias, a Dios y a los hombres y así, en su misión y en su vida, supo traducir en plenitud el significado de un auténtico contemplativo en la acción.

 

 

Jaime Emilio González Magaña, S. I.

Julio de 2023.

[1] Las citas y la numeración de los párrafos del Memorial han sido tomados de la edición preparada por A. Alburqueque S.J, En el corazón de la reforma. «Recuerdos espirituales» del Beato Pedro Fabro S.J. Colección Manresa 21. Mensajero-Sal Terrae, Bilbao-Santander, s.f.; que sigue fundamentalmente el texto latino del manuscrito “R” de la Fabri Monumenta. Beati Petri Fabri primi sacerdotis e Societatis Jesu. Epistolae, Memoriale et Processus. Matriti, Typis Gabrielis López de Horno, 1914. M [88]. Cf. [48.64-65.69.98.107-108.162.184.280-281.294.296.316.346].  En adelante, sólo se citará con la letra «M» y el número correspondiente encerrado en paréntesis.

[2] Cf. M [155-158]).

[3] Cf. M [254]).

[4] Cf. M [301-302.304].

[5] M [300].

[6] M [355].

[7] M [54].

[8] M [63].

[9] Cf. M [72.74.92.96.117.123.142.164.273.333.348.379].

[10]  M [352; Cf. 93.104.111.114.136.142.352].

[11] M [124y 255].

[12] M [211].

[13] M [212].

[14] M [212].

[15] M [72].

[16] M [202-203].

[17] M [277].

[18] M [11].

[19] Ejercicios Espirituales [24-43].

[20] M [9].

[21] 28 febrero, 4 abril, 30 mayo 1534.

[22] En muchos apuntes del Memorial vuelve sobre la Compañía de Jesús, ruega por ella, por las familias de los jesuitas, por sus obras. Entre otros: [89; 118; 149, 168, 189; 207; 285] y passim.

[23] Todas estas expresiones aparecen en M [88].

[24] M [320].

[25] M [88].

[26] M [89].

[27] M [191].

[28] M [197].

[29] M [269].

[30] Cf. también M [241].

[31] M [405].

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