El día de hoy comenzamos, una vez más, la celebración del triduo pascual, donde conmemoramos la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazareth, Señor de nuestra historia. Desde este momento, dejamos atrás la cuaresma. Esos cuarenta días en los que hemos tenido la oportunidad de meditar sobre nuestro andar como cristianos y, ayudados de la oración y la penitencia, nos hemos preparado para la vivencia de la ya muy próxima pascua. En este día, inicio del triduo pascual, venimos como comunidad a recordar la última cena de Jesús, la institución de la Eucaristía y, por ende, la institución del orden sacerdotal. Todo esto está enmarcado en el contexto del lavatorio de los pies, como una expresión del mandamiento del amor.
06
Eucaristía. Sabemos que Juan es el único evangelista que no relata expresamente la institución de la Eucaristía. El gesto del lavatorio de pies, enmarcado tan solemnemente, se desplaza en el mismo sentido. Los otros evangelios y San Pablo nos recuerdan y refuerzan el hecho. Así comprendemos, que tras el lavatorio, venga entonces la entrega de su Cuerpo y de su Sangre, «por nosotros». No era una cena-homenaje, sino una cena-entrega en que el Señor da parte de sí mismo a sus amigos, crea una comunión de vida con ellos. Por eso la cena del jueves no se puede entender sin la cruz del viernes. «Cada vez que comen de este pan y beben de esta copa, proclaman la muerte del Señor hasta que vuelva» (1 Co. 11,26). Recordemos aquí las palabras de Benedicto XVI, quién decía que “lo que Jesús deseaba primero es ser recibido por nosotros en la comunión. Él quiere ser para nosotros sobre todo un alimento. El pan santo no es en primer término para contemplar, sino para comer. Es decir: Él se quedó allí no solo para ser adorado, sino sobre todo para ser recibido”. Así, de esta manera somos invitados a ser sagrarios vivos de la presencia de Dios entre nosotros.
Participar de la eucaristía es abrirse a lo inesperado, a la recepción y al encuentro con Dios y posteriormente con el otro. La eucaristía es la más bella expresión del amor de Dios que no solo quiso quedarse con nosotros, sino, en nosotros. El gesto no quiso ser un recuerdo bello para la historia, sino un mandato que ponía en pie una comunidad nueva: la comunidad del amor.
Amor. Enorme riqueza encontramos en el texto del evangelio que dice “sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre y habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. No necesitamos ir lejos para entender de qué se trata este asunto del amor. Basta con recuperar nuestra propia historia para ser conscientes del amor que Dios nos ha regalado. Pensemos en primer lugar en el hecho de que somos sus hijos y como tales, nos da la vida, la salud, su cercanía, su protección. En segundo término, podemos recuperar las veces en que nos hemos sentido perdonados por Él ante los comportamientos que ofenden a nuestros hermanos. Traigamos a la memoria la capacidad que nos ha regalado de relacionarnos con los demás, de hacer amigos, de enamorarnos, de ser felices. Miremos lo bello de la naturaleza con su diversidad de colores, su variedad de especies, cuantas plantas y cuantos animales podemos observar. Todo fue creado para que nosotros pudiéramos tener vida y disfrutar de la creación, fue creado por amor. Pero el amor al que nos estamos refiriendo en este texto, es el amor cristiano. El que tiene su expresión en las palabras “no existe mayor amor que el que da la vida por sus amigos”, según había anunciado Jesús. Él sabía lo que habría de venir en los próximos días. Dar verdad a estas palabras significa una entrega sin reservas. Cuando el amor es verdadero, no hay límites ni fronteras. Se ama siempre, incluso más allá de la muerte. No se trata de un amor que me haga sentir bonito, sino de un amor que me haga sentir pleno. El amor cristiano cuida, escucha, incluye, inspira. El amor está en el centro de lo que nos hace auténticamente humanos. El mandamiento de amarnos los unos a los otros incluye a aquellos que no ven el mundo de la misma manera en que nosotros lo vemos. Es posible manifestar el amor de Dios escuchando a las personas, permitiendo que la gente diga lo que piensa sin juicios de por medio, pues así se sentirán valoradas. Compartir palabras amables en momentos difíciles es otra forma de expresar amor, pues aliviamos el pesar de aquellos que tal vez estén llevando alguna carga pesada. El sentido cristiano del amor supone compartir la vida, lo que somos y lo que tenemos. El amor de Dios se muestra con actos de bondad, y para ello necesitamos entender las necesidades del prójimo. Todo ello sin esperar nada a cambio, pues el amor de Dios no es egoísta. Cuando se ama, se entrega la vida en el diario caminar, especialmente en el servicio a los más necesitados, aquellos que encontramos en la calle y que ahora representan a la viuda, el huérfano, el pobre.
Servicio. Si ponemos atención al evangelio donde dice “se levantó de la mesa, se quitó el manto y tomando una toalla, se la ciñó; luego echó agua en una jofaina y se puso a lavarles los pies a los discípulos”, no podemos más que pensar que este signo nos remite al significado de la palabra servicio, al estilo de Jesús. Lavar los pies era, en el antiguo oriente, signo de hospitalidad, bienvenida, acogida. Pero lo más significativo es, que este ritual era llevado a cabo por los sirvientes. Solo así entendemos la negativa de Pedro a que el Señor le lave los pies. Ante eso, está la respuesta de Jesús: “Si no te lavo, no tendrás parte conmigo”, para posteriormente decirles a sus discípulos: “Pues si yo, que soy el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies los unos a los otros”. El gesto no era pues un rito, sino la manifestación culminante de una existencia, la expresión de una riqueza interior. No era el cumplimiento legalista de un precepto, sino la exteriorización sencilla de una actitud vital: el servicio y la entrega a los demás. El servicio es condición para entrar en el reino de los cielos. Por eso, queridos hermanos, hay que valorar el gesto de Jesús con todo su significado. Recordemos las veces que llegamos a casa después del trabajo y nuestra expresión es: “sírvanme, que estuve trabajando todo el día”. Pensemos en las veces que nos volvemos arrogantes con los demás, los consideramos débiles y creemos que deben servirnos. Traigamos a la memoria las veces que como hijos o hijas creemos que nuestros padres deben estar a nuestro entero servicio, porque es su responsabilidad. Rememoremos las veces que en el trabajo queremos que los otros hagan lo que nos toca a nosotros realizar, y si lo logramos, sentimos que somos más listos. Hay un gran número de personas, quienes parecen preferir una vida de descanso, lujo y ociosidad. A estas personas les gusta una vida llena de muchos placeres, donde tienen a su alrededor a varias personas para que les sirvan. Hay miles de ejemplos en la vida diaria que nos demuestran lo lejos que estamos del sentido del servicio cristiano. Para quienes deseamos seguir las huellas de Jesús, servir a quienes necesitan de ayuda se vuelve algo fundamental. No se trata de una serie de acciones que realizamos para ir acumulando buenos puntos y así poder entrar en el Reino de los cielos. Se trata de ser expresión del amor que Dios ha tenido para con nosotros. Por lo tanto, el que sirve debe ser creativo para luchar contra las causas de la desigualdad o la injusticia, inventa nuevos recursos, corre riesgos y sabe corregir errores. El que sirve, practica la misericordia y se humaniza. Ante el mundo de hoy tan materializado, el testimonio de una persona dispuesta a servir, ayuda a otros a creer en la fe cristiana que aquella persona profesa. El servicio es la manera de predicar y de dar a conocer el evangelio.
Finalmente, el recuerdo de la última cena se actualiza para nosotros en un momento de verdadera convivencia con el Señor Jesús, después de un tiempo cuaresmal de conversión personal. Antes de entrar en la pasión y muerte de nuestro Señor, podemos preguntarnos ¿Estoy dispuesto a ser servidor entre los demás? ¿Estoy dispuesto a dejar de buscar que los demás me sirvan? ¿Estoy dispuesto a entregar mi tiempo, mis cualidades, mis dones, al servicio de los necesitados? ¿Estoy dispuesto a servir a mi prójimo, a la viuda, el huérfano, al pobre, de todo corazón y con humildad sin esperar nada a cambio? Si la respuesta en un “sí” rotundo, sin condiciones, entonces vamos en el camino correcto del verdadero seguimiento a Jesús. Si la respuesta es condicionada, es decir, un sí, pero a cambio de algo, o un sí pero esperando alguna retribución, entonces no hemos comprendido la profundidad del gesto que se revela en el lavatorio de los pies y mucho menos hemos entendido el significado de la entrega de Jesús en la Eucaristía. Confío en que la Santísima Virgen María sea nuestra compañera y guía para poder caminar al lado de Jesús en estos días, y dejar que el Señor nos transforme el corazón para que encontremos el verdadero sentido de una vida como auténticos cristianos dejando que la compasión, la misericordia y el servicio sean expresión auténtica de lo que hay en nuestro corazón.
Así sea
—P. Jaime Federico Porras Fernández S. J.