Formas fundamentales de la pobreza ignaciana

Jun 15, 2024 | Noticias

— Jaime Emilio González Magaña, S.J.

La ascesis y la humildad, necesarias para vivir en pobreza

 

Nos resulta decisivo comprender la unión estrecha con la que Ignacio pretendía que entendiéramos la pobreza y la humildad. No debemos olvidar, por otra parte, que, como un fruto del encuentro con Dios, él comprendió que la sola “penitencia” no le ayudaría para un seguimiento real de Jesús y renunció pronto a su absolutización. La pobreza ignaciana, por lo tanto, no se puede entender solamente como renuncia y, mucho menos, desprecio a los bienes materiales sino, a vivir el seguimiento desde la ascesis y la humildad. Pues solo de esta forma estaremos en posibilidad de comprender el valor de la pobreza para nuestros motivos apostólicos en cuanto preparar internamente al jesuita a las exigencias del apostolado. Ignacio había decidido “predicar en pobreza” convencido de que “como el Hijo…envió en pobreza a predicar a los apóstoles”[1]. Y, de este modo, unió la misión y la predicación, pero, en pobreza y, con ello, recibió el beneplácito divino de un propósito que albergaba desde los inicios y, en Montmartre, había optado de “enteramente dedicarse en pobreza al servicio de Dios en ayuda de las ánimas”. Por esto se comprenden mejor los consejos ascéticos que da en los Ejercicios pues se trata de pedir una liberación interna de las cosas para poder servir mejor a Dios[2].

 

La pobreza está íntimamente ligada a la humildad y su ideal es “pasar todas injurias y todo vituperio y toda pobreza”[3], porque “quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que riqueza, oprobios con Cristo lleno de ellos que honores”[4]. Son los tres escalones señalados en el test del entendimiento de la Jornada Ignaciana al que hace referencia la meditación de las dos banderas: “el primero, pobreza contra riqueza; el segundo, oprobio o menosprecio, contra el honor mundano; el tercero, humildad contra la soberbia”[5]. Cuando Ignacio o sus compañeros mencionan motivos ascéticos, en la mayoría de los casos, se trata de quitar de en medio los obstáculos para el seguimiento de Cristo por medio de la superación y el dominio de sí mismo. Esto vale también para los experimentos de los candidatos y novicios quienes debían entender que la mortificación y la penitencia externa no tenía su fin en sí misma o en un tipo de apatía estoica, sino que estaba orientada al apostolado, ya sea como prueba de idoneidad, o como preparación para «la hora de la verdad» y la superación de la cruz por motivos del seguimiento de Cristo. Ignacio estaba convencido del hecho de que quien no puede pasar un día sin comer o una noche sin suficiente sueño, no podría resistir las pruebas de la misión apostólica de la Compañía de Jesús[6].

 

Servicio a los pobres

 

En nuestra opinión, este punto es de sumo interés pues toca un aspecto en la conversión de Íñigo López de Oñaz y Loyola que fue determinante en la definición del ideal de la pobreza ignaciana. Para entenderlo, es necesario abundar en el contexto histórico de la estancia en Manresa y el contacto que tuvo, por primera vez, con las personas que eran pobres en realidad y no como él que lo había tenido todo y aun cuando vivía un proceso de conversión, éste todavía no era del todo auténtico. Durante su convalecencia en Loyola, había tenido un contacto con algunos libros que lo sensibilizaron y ayudaron a comenzar un discernimiento personal sobre el destino que debía seguir una vez recuperado del todo. Para comprender este momento decisivo, comenzaremos por afirmar que podemos contemplar la llegada -no planeada- a Manresa por una larga serie de historias de testigos en los procesos de beatificación y de canonización que lo presentan como un hombre santo que recibió revelaciones de parte de Dios desde su entrada en la ciudad. Es un hecho conocido que, por mediación de Inés Pascual, se hospedó en el hospital de Santa Lucía, un hospicio para pobres y enfermos forasteros, con preferencia al de peregrinos extranjeros llamado de San Andrés[7]. El hospital sería otra de las “sorpresas” que Dios le tenía preparada y fue tan impactante la huella que dejó en su espíritu que no lo abandonaría jamás. El hospital de Santa Lucía tenía, además, la ventaja de estar a las afueras de la ciudad, en las orillas del Río Cardoner y, sobre todo, a la vista de Nuestra Señora de la Guía. Algo que llamó su atención fue la pobreza y la estrechez de su habitación. Ahí dormía y durante el día mendigaba por las calles y oraba en las iglesias. No quería ser más “curioso” y no cuidaba su cabello y su apariencia, no cortaba sus uñas, tampoco bebía vino ni comía carne[8]; quería vivir pobremente y confiar sólo en Dios, como los santos, y, como ellos, se confió ciegamente a lo que se le inspiraba “desde arriba”. A los pocos días de haber llegado a la ciudad, el cojo con fama de santo se cambió de casa, también por oficios de su protectora Inés Pascual, y es ahora la casa de Juana Serra quien lo recibió como huésped.

 

Según el testimonio de Juan Pascual: “por la mala comodidad que allí tenía para hacer sus ejercicios y quietud, dio orden mi madre de ponerlo en una casa honrada, a fin de que estuviese con más descanso y comodidad… y porque no le parecía bien tenerlo en casa por los reparos de sus propios parientes, con quienes andaba en pleitos, concertó con una viuda, gran amiga suya, de nombre Juana Serra, que le cediese un aposento apartado de su casa; de la ropa, alimento y demás se encargaría ella… Pero entretanto buscaba el acomodo de la señora Juana Serra, rogó a los Padres Predicadores lo recibiesen en su casa y convento algunos días y ellos, por la obligación que tenían con mi madre y por la fama de santidad que ya tenía el dicho Padre Ignacio, lo recibieron, teniéndolo con mucho gusto dentro de su convento, de noche y de día, y a comer, los once días que tardó en encontrarle casa”[9]. Más tarde, sus anfitrionas fueron Ángela Amigant y Micaela Canyelles y todo indica que la causa de este nuevo cambio de hospedaje se debió a sus enfermedades, primero en julio y la segunda vez en agosto de 1522. Otra ocasión lo hospedó en su casa la familia Ferrer y nuevamente Micaela Canyelles. No obstante, al hospital de Santa Lucía volvía siempre para servir a los pobres[10]. Se dedicaba a curar a los enfermos, asistirlos en “oficios bajos y humildes”; repartía las limosnas que recogía todos los días de puerta en puerta, especialmente a los pordioseros más repugnantes, con quienes se confundía y, cuando era menester, les prestaba todo tipo de ayuda espiritual hasta sus últimos momentos antes de su muerte. Íñigo “daba muestras de gran cristiano, y que iba por las iglesias con mucha devoción oyendo misa, sermones y otros oficios, y que hacía en ellas oración con tanta devoción, que todos se edificaban, y que iba por esta ciudad enseñando públicamente la doctrina cristiana, pidiendo limosna de puerta en puerta, y que lo que recogía daba al hospital y a otros pobres necesitados… y que con gran caridad visitaba a los enfermos… nunca decía ni hablaba en sus conversaciones sino de cosas de Dios… que era un hombre modesto, abstinente y penitente, misericordioso y caritativo…”[11].

 

Se disciplinaba cada noche, oía cada día la misa mayor y las vísperas y completas, todo cantado y leía en la misa la pasión. Su cama era el suelo, un tronco su cabecera; no probaba más que un poco de negro y mohoso pan y poca agua[12]. De vez en cuando se iba a una cueva que está cerca de la ciudad y para aumentar sus disciplinas y penitencias, maltrataba su cuerpo con prolongados ayunos y se refugiaba en la capilla de Viladordis para hacer oración. Por otra parte, “todos los de esta ciudad le llamaban el hombre santo, porque veían que hacía santa vida con gran austeridad, estando de continuo en el hospital de Santa Lucía, comiendo con los pobres, sirviendo a los enfermos en todas las cosas por bajas y viles que fuesen. Iba de vez en cuando para hacer más vida austera y de mayor penitente, a una cueva que está junto a la ciudad, y a la capilla de Ntra. Sra. de Viladordis… decían que maltrataba su cuerpo con muchas disciplinas, hacía de ordinario grandísima penitencia y grandes ayunos, y que iba vestido con saco muy vil y baja en forma de un saco…”[13]. Quien viera a aquel pobre hombre “sin bonete, sin zapatos y comiendo pan y agua” -como decía Laínez-, nunca podría imaginar que pudo haber sido del estamento de “los parientes mayores” de Guipúzcoa, que sirvió al Rey Fernando el Católico en su corte castellana y que luchó al servicio de Carlos V bajo el mando de Don Antonio Manrique de Lara, Duque de Nájera. Íñigo, el gentilhombre y caballero de Dios, era llamado ahora por los chiquillos de la ciudad “el hombre del saco”, (en catalán l’home del sac) y muy pronto, los manresanos lo conocerían como l’home sant, “el hombre santo”, un “loco por nuestro Señor Jesucristo”. Íñigo López de Oñaz y Loyola, quien quería emular a los grandes caballeros terminó por equipararse a los grandes locos por Cristo, como San Francisco de Asís, Santo Domingo de Guzmán o San Onofre. Su locura sería una de las armas con las que inició el camino de la verdadera liberación de su pasado y sus sueños de grandeza a una auténtica y sentida conversión, aquélla que el Señor iba preparando en la materia prima, dócil, aunque difícil del “hombre del saco” que daba ocasión para ser verdaderamente “loco por nuestro Señor Jesucristo” como dijo el benedictino de Montserrat[14] que comenzaba, realmente, una vida apasionada de amor y de servicio al Hombre en los hombres. Durante los cuatro primeros meses de su estancia en Manresa, se citan tres etapas en el proceso vocacional de Íñigo de Loyola: a) dedicación a obras de misericordia: atención a los pobres y afligidos, enseñanza de la doctrina cristiana a niños y a muchos jóvenes que le seguían, exhortación a hombres y mujeres para que recibieran los sacramentos de la penitencia y la eucaristía; b) vida particular: aspereza de vida, pedir limosnas, ayunos y vida entre los más pobres, grandes penitencias, prácticas litúrgicas y siete horas de oración retirada, de día y de noche, en capillas, monasterios, cruces de los caminos, en la cueva…; c) vida solitaria en una cueva y apostolado activo[15]. En su itinerario espiritual, García-Villoslada cita también tres etapas, a saber: la 1ª de paz, sosiego y alegría; la 2ª de escrúpulos, tentaciones y penas interiores y la 3ª de grandes luces y maravillosas ilustraciones divinas[16]. Para Ángel Suquía son cuatro tiempos, más o menos coincidentes con las de García-Villoslada: “el primero, de una gran igualdad interior… hasta este tiempo siempre había perseverado quasi en un mesmo estado interior con una igualdad grande de alegría”[17]; el segundo, de una purificación penosa del espíritu[18]; el tercero de paz y quietud en la meditación y oración de las cosas leídas[19], y el cuarto, de soberanas comunicaciones[20], en abrazo ininterrumpido e inmediato, del Criador con su criatura”[21].

 

En la primera fase, que duró más o menos cuatro meses, Íñigo gozó de la paz y tranquilidad espiritual que le proporcionaba vivir humildemente en medio de aquella gente sencilla que le había abierto su corazón y gozando de la verdadera amistad que sólo los pequeños pueden entregar con absoluto desinterés. Para ellos no importaba que el peregrino fuese Íñigo López de Oñaz y Loyola, miembro de una familia hidalga del norte de la Península y que hubiese vivido tantos años en medio de los grandes y poderosos de España. Tampoco contaba el fracaso, las frustraciones y la enorme confusión que el penitente traía consigo. El peregrino empezó a “sentir” la alegría y la paradoja de que la pobreza espiritual sólo se obtiene viviendo la pobreza evangélica, la real, la material, la que viven aquellos sin apellidos, sin linaje, sin futuro, sin sueños y que sólo tienen a Dios como herencia. Era tal su felicidad, tan nuevos sus sentimientos, que comenzó a abusar de las penitencias y ayunos y, algunas veces estuvo cercano a la muerte. Comenzó a experimentar un gran gusto por las devociones, el canto litúrgico, el rezo de las Horas. Usaba un “Libro de Horas”, ilustrado con imágenes, de los que se difundieron desde los siglos XIII al XVI; contenían lecciones de la Pasión de Cristo, las horas de la Santísima Trinidad, de la Santa Faz, de la Anunciación de Nuestra Señora, la Inmaculada Concepción, las letanías de los santos, las preparaciones para la Misa, oraciones por los difuntos. Todos estos libros presentan la más sólida devoción y piedad de aquellos siglos, claros, concisos y con un amor sólido al Evangelio y las enseñanzas de la Iglesia Católica[22]. Es interesante también descubrir en esos libros una piedad eminentemente trinitaria, cristológica y mariana, con oraciones como la anónima del “Anima Christi” que Ignacio incorporaría más tarde a sus Ejercicios Espirituales. Todo nos lleva a afirmar que estos libros influenciaron profundamente al penitente a tal grado que estas manifestaciones de su fe y espiritualidad quedarían para siempre expresadas en los escritos y la vida del futuro fundador de una orden religiosa, de un modo especial cuando definió que quería predicar en pobreza y humildad. Es verdad que algunas expresiones de estas devociones fueron purificadas y aun matizadas después de la formación teológica parisina, pero no se puede negar que siempre quedaron a la base del pensamiento ignaciano[23].

 

La lectura de la “Imitación de Cristo” fue vital a tal grado que sería básico para los Ejercicios y las Constituciones y, obviamente, para nuestro argumento. En sus primeras ediciones españolas se atribuyó a Juan Gerson, quizá por la forma como comienza en su edición sevillana de 1491, a saber: “Comienza el libro primero de Juan Gerson, Chanciller de París, de remedar a Christo, e del menosprecio de todas las vanidades del mundo…”. En España era atribuida por unos, a Juan Gerson y, por otros a Tomás de Kempis[24]. Las oraciones vocales y las composiciones de lugar, pero, sobre todo, la asistencia a Misa, lo iban a llenar de una alegría y una paz tan grande por lo que ya nunca las dejará y gozará de ellas, aun cuando, en la orden que él fundaría, se suprimiese todo aquello que pudiera resultar un obstáculo para la misión. También se fue convirtiendo en su forma de concebir la misa. Muy conformado con los criterios de la caballería, como Amadís y Esplendían, tenía especial devoción a la Eucaristía y, con la ayuda del “Gersoncito”, comenzó a cambiar su manera de concebirla como un amuleto, cuerno de buey o herradura de caballo que trae fortuna y libra de los peligros y desgracias corporales. Los días manresanos serían también centrales en su amor y respeto por la cena del Señor y le ayudarían a purificar esa devoción tan amada desde su infancia[25] pues no era sino Íñigo, “a quien le era más fácil desprenderse de los criterios del mundo que de los criterios de la caballería”[26].

 

El P. Luis González de Cámara nos dice que “… Item dixo más: que en Manresa había visto primero el Gerçoncito, y nunca más había querido leer otro libro de devoción; y este encomendava a todos los que tratava, y leía cada día un capítulo por orden; y después de comer y otras horas lo abría así sin orden, y lo que tenía necesidad[27]. Primero Íñigo y después Ignacio de Loyola, tanto se familiarizó con este libro que lo citaba a cada momento, y asimismo lo recomendaba a los compañeros, como lo cuenta el P. Oliverio Manareo: «Quería que todos nosotros, leyésemos a menudo libros espirituales, pero con afecto y devoción… Y nos lo enseñaba con su ejemplo; pues en su aposento más reservado no tenía ordinariamente sobre la mesa más libros que el Nuevo Testamento y Tomás de Kempis, al cual solía llamar ‘la perdiz de los libros espirituales’»[28]. Es verdad que leía y recomendaba el librito, pero, más aún, lo vivía en todos los aspectos de su vida dejando su impronta en sus obras más importantes: los Ejercicios Espirituales y las Constituciones de la Compañía de Jesús, como lo afirma el P. González de Cámara en su Memorial: “… de una cosa me acordaré, scilicet, quántas veces he notado cómo el Padre en todo su modo de proceder observa todas las reglas de los Exercicios exactamente, de modo que parece primero los haber plantado en su ánima, y de los actos que tenía en ella, sacadas aquellas reglas; y lo mismo se puede decir del Gerson; y así no parece otra cosa conversar con el Padre, sino leer a Juan Gerson, puesto en execución. Lo mismo se puede decir de las Constituciones”[29].

 

Su estancia en el hospital de Manresa, y, de un modo privilegiado las enseñanzas que le transmitieron los pobres en la ciudad serán decisivas para definir un modo auténtico de ejercitar la pobreza que no era otro que el servicio a los pobres. Desde el comienzo de lo que, sin duda, podemos llamar su conversión verdadera, Íñigo sintió una cercanía particular a los pobres y despreciados. Aun cuando es un hecho que solo quiso emular los actos de un caballero que está por iniciar una nueva vida, no obstante, es significativo que regaló a un mendigo sus vestidos distinguidos; vivía en medio de los pobres en el hospicio de pobres, mendigaba con ellos y para ellos y los servía y ayudaba con los servicios más bajos y humildes. Más tarde, primero en Barcelona y después en el Hospital de los Condes de Antezana, en Alcalá de Henares, daba a los pobres lo poco que él conseguía, incluso lo más elemental para comer. En este período, la pobreza tenía para él, la función de la “caritas”. Con el tiempo, también en Paris, en el Hospital de Saint Jacques y no sólo, sostenía con sus limosnas a estudiantes pobres, sobre todo aquellos que trataba de ganar para su ideal. Incluso a algunos, como fue el caso de Francisco Javier y Nicolás Alonso de Bobadilla, les ayudó a conseguir un empleo remunerado con el que pudieran sostenerse y saldar sus deudas. Más tarde, la regulación de la pobreza en Azpeitia que llegó a hacerse con la colaboración de Ignacio da un testimonio excelente, tanto de su amor a los pobres como de su sentido social práctico.

 

Por lo que se refiere al hecho de que los primeros compañeros estaban animados del mismo espíritu, lo muestra su servicio a los pobres en Venecia en 1537 y la generosa ayuda a los pobres en el año del hambre que sufrió la población de Roma entre 1538 y 1539. Las Constituciones prevén también para la Orden como tal, la pobreza en la forma del servicio a los pobres y enfermos. El experimento del mes de hospital, que con el tiempo se instituyó como obligatorio, es una «probación» y, al mismo tiempo, un modo de llevar a cabo un auténtico servicio a los pobres y enfermos. Cuando se admitía a la Compañía de Jesús, se le aconsejaba al novicio renunciar a sus bienes, no en favor de sus parientes, sino en el de los pobres. De los “bienes estables” regalados a la Compañía, pero no utilizables, había que despojarse en favor de los pobres dentro o fuera de la Orden. Pertenecía, además, a este servicio a los pobres el trabajo apostólico directo con ellos; por ejemplo, por medio de la enseñanza del catecismo a los niños totalmente ignorantes en materia religiosa, pertenecientes a las clases menos privilegiadas y que Ignacio llevaba en el corazón.

 

Además, ya como Prepósito General, fue el iniciador de diversas obras de carácter eminentemente social y caritativo. Una de las causas por las que –junto a San Felipe Neri- ha sido llamado “el apóstol de Roma” fue, precisamente, su servicio a los tres mayores hospitales de la Urbe –Santo Spirito, la Consolación y Santiago de los Incurables- y, más tarde, quiso Ignacio que fuesen sus novicios y otros sacerdotes que seguían sus órdenes, a fin de que se ejercitaran en aquella palestra, practicando juntamente la humildad y la caridad. Podemos afirmar, asimismo, que la primera obra social y de beneficencia pública fue el Orfanotrofio de Santa María in Aquiro, fundado en 1541 con el fin de recoger a los numerosos huérfanos que vagabundeaban por las calles, educarlos cristianamente y darles algún oficio. Esta obra se mantenía con limosnas y donaciones de bienhechores de la naciente Compañía de Jesús. Por otra parte, es necesario mencionar otro hecho significativo: el número de prostitutas era muy elevado en la Roma de entonces. Si hacia 1526-1527 se afirma que la población ascendía a 40,000 y en 1540, gracias al gobierno de Pablo IV, la cifra aumentó a 60,000, muchos coinciden en el cálculo de 4,900 meretrices de todos los niveles sociales. Ignacio no se hizo ni ciego ni sordo y comenzó una obra peculiar con cien ducados que obtuvo el Padre Pedro Codacio, primer jesuita italiano y procurador de la casita de la Strada, de la venta de “unas piedras grandes de las ruinas y edificios de la antigua Roma que se sacaron de una plaza enfrente a nuestra Iglesia”. Pronto llegaron los donativos prometidos por amigos del Prepósito General y se instituyó la Cofradía y Hermandad de Nuestra Señora de Gracia, con el mandato de recoger y proteger a las prostitutas, obra en la que colaboró muy particularmente doña Leonor Osorio, esposa de Juan de Vega, embajador de Carlos V ante el Papa y se erigió formalmente con bula papal el 16 de febrero de 1543.

 

De la misma forma, con la aprobación del Papa Pablo III, procuró que se fundase, junto a la Iglesia de Santa Catalina de Funari, en el antiguo circo Flaminio, una Compañía de las Doncellas Infelices, o dignas de compasión, con el objeto de recoger tempestivamente y preservar de todo peligro a las muchachas que, a causa de su pobreza, corrían el riesgo de caer en la prostitución y allí vivían hasta que encontraban marido. Otra manifestación de su interés por ayudar a los más desprotegidos la encontramos en la defensa hacia los judíos, perseguidos, denostados y humillados en muchos reinos cristianos, especialmente después de la conquista de Granada por parte de los Reyes Católicos, en 1492 y la fundación de la así llamada “Santa Inquisición”. Baste con recordar que, en una población romana de 40,000 habitantes, los judíos no pasarían de 500. Contrariamente a lo que sucedía en otras regiones de la Cristiandad, gozaban de la protección de Paulo III y es sabido que Ignacio simpatizaba con los judíos desde antes de su llegada a Roma. Según cuenta Ribadeneira: “Un día que estábamos comiendo delante de muchos… dixo que tuviera por gracia especial de Nuestro Señor venir de linaje de judíos; y añadió la causa diciendo: ¡Cómo! ¡Poder ser el hombre pariente de Cristo Nuestro Señor, secundum carnem, y de Nuestra Señora la gloriosa Virgen María! En Santa María de la Strada recibía a muchos catecúmenos o judíos que deseaban abrazar la ley de Cristo, más no hallaban quien los instruyese. Los numerosos neófitos llevaban una vida desastrada por el desprecio y abandono en que los tenían los de su raza y los cristianos que no se fiaban de su buena fe. Intervino en su favor ante el Papa Pablo III quien, el 21 de marzo de 1542, expidió las “Letras Apostólicas Cupientes iudaneos” en las que se ordenaba que por el solo hecho de convertirse, los judíos no perdían sus haciendas, bienes muebles e inmuebles y tampoco perderían la herencia paterna. Se legisló, además, que después del bautismo, alcanzarían el pleno derecho de ciudadanía en la ciudad en la que hubieren sido bautizados[30].

 

Predicar en suma pobreza espiritual

 

En primer lugar, por lo que se refiere al envío a la misión, hay dos principios básicos: el primero hace mención de que “cuando el Sumo Pontífice envía o el superior los tales profesos y coadjutores a trabajar en la viña del Señor, no puedan demandar viático alguno, mas presenten sus personas liberalmente para que los envíen como les pareciere ser mayor gloria divina”[31]. Aunque la predicación de la pobreza o el ganar adeptos para el ideal de la pobreza evangélica no es propiamente una forma del ejercicio de la pobreza, sin embargo, representa una confesión y adhesión a la pobreza y así forma parte de la imagen total de la concepción ignaciana de pobreza: Ignacio y sus compañeros no se contentaron con vivir ellos mismos voluntariamente la pobreza, sino también buscaban mover a otros a la elección de la pobreza voluntaria. De ahí que el envío a la misión debía ser “a pie o a caballo, con dineros o sin ellos. Y estén aparejados con efecto para hacer aquello que juzgare quien los envía, ser más conveniente y para mayor edificación universal”[32]. La misión tiene que ocupar la mente y el corazón del jesuita enviado y esto, a la base de su actuar, será fundamental para atraer a otros al mismo estilo de vida. Por lo tanto, es primordial que se sepa a qué se envía, por quién se acepta la misión y lo que ésta implica y esto no es otra cosa que la experiencia del test del entendimiento de la Jornada Ignaciana cuando, en la meditación de las Dos Banderas, Cristo encarga a sus siervos y entre ellos, Ignacio consideraba que la invitación era dirigida a él mismo: “que a todos quieran ayudar en traerlos, primero a suma pobreza spiritual, y  si su divina magestad fuere servida y los quisiere elegir, no menos a la pobreza actual»[33].

 

Con esto, encontramos otro elemento vital en lo que Ignacio entendía por pobreza pues se refiere al espíritu que debe guiar el seguimiento de Cristo, es decir, que se debe pedir la suma pobreza espiritual, por lo menos en el afecto y debe estar dirigida a todas las cosas, sin exceptuar ninguna y esto, por supuesto, abarca las cosas materiales, pero, también, el deseo de ser rico en poder, imagen, fama, cargos, posiciones, prestigio. La pobreza para la que se pide la gracia es tan decisiva que el enviado no debe estar apegado a nada desde su corazón, afectiva y efectivamente. Porque solamente la suma pobreza de espíritu puede guardarnos, protegernos y liberarnos de la tentación de recibir halagos, puestos, encargos, de ser considerados más “importantes” que otros, “más inteligentes” que los demás o suponer que, porque se ha recibido una determinada misión de “apariencia”, ese jesuita es mejor que quienes no brillan, pero trabajan incansablemente en la oscuridad. Nos libera de la tentación de las riquezas en todas sus formas y manifestaciones y, por lo tanto, se nos recuerda que no basta con no ser avaro, es menester odiar la avaricia, según la enseñanza de la Sagrada Escritura, para que en cualquier momento o situación estemos en condiciones de reconocer las trampas del demonio. La suma pobreza espiritual es indispensable para predicar en pobreza y humildad porque si es conveniente para todos, lo es más aún para quien sabe en qué consiste seguir a Cristo pobre y humilde. Es menester amarla y llevarla en el fondo mismo del corazón porque si nadie puede ser discípulo de Cristo sin ella, ¿cómo podrá ser el jesuita un apóstol si no la pide porque la desea ardientemente? Así lo expresaba a los escolares que sufrían los efectos de la pobreza actual y los invita a valorar su grandeza cuando afirma:

 

Por aquí se ve la excelencia de la pobreza, la cual no se digna de hacer tesoros de estiércol o de vil tierra, sino que emplea todo el valor de su amor en comprar este precioso tesoro en el campo de la Santa Iglesia, ya sea el mismo Cristo, ya sus dones espirituales, que nunca jamás se separa de ellos. Mas quien considere la verdadera utilidad, la que propiamente se encuentra en los medios aptos para conseguir el sumo fin, vería de cuántos pecados preserva la santa pobreza, quitando la ocasión de ellos, «porque no tiene la pobreza con qué alimentar su amor» (Ovidio). Aplasta el gusano de los ricos, que es la soberbia, y mata la infernal sanguijuela de la lujuria y de la gula, y así de otros muchos pecados. Ayuda a levantarse presto al que cayere por fragilidad, porque no es como aquel amor que cual la pez liga el corazón a la Tierra y a las cosas terrenas y no deja aquella facilidad de levantarse y tornar en sí y volver hacia Dios. Hace percibir mejor en todas las cosas la voz, es a saber, la inspiración del Espíritu Santo, suprimiendo los impedimentos; hace más eficaces las oraciones en el acatamiento divino, «Porque oyó el Señor la oración de los pobres» (Sal 19,17); hace caminar expeditamente por el camino de la virtud, como viandante libre de todo peso; hace al hombre libre de aquella servidumbre común a tantos grandes del mundo, «en el cual todas las cosas obedecen o sirven al dinero» (Ecl 10,19); llena el alma de toda virtud, si la pobreza es de espíritu, porque cuando el alma esté vacía del amor de las cosas terrenas, tanto estará llena de Dios y de sus dones. Y cierto es que no dejará de ser rica, puesto que se le ha prometido el ciento por uno, aun en esta vida, promesa que en lo temporal se realiza cuando es conveniente, mas en lo espiritual perfecto no puede dejar de ser verdadera. Y así es necesario que sean ricos de dones divinos los que voluntariamente se hicieron pobres de cosas humanas[34].

 

Ignacio guio a cada ejercitante al secreto de la pobreza evangélica en el seguimiento personal de Jesús que se ha hecho pobre por nosotros. La pobreza es el principio y fundamento de la vida cristiana perfecta, y, con mayor razón en la vida religiosa. Cuando aquéllos que ya no tenían la posibilidad de hacer una “elección de vida”, se ofrece la reforma encaminada esencialmente al recto uso de los bienes. Es muy importante destacar que para Ignacio era un elemento fundante el que un candidato supiera que en la vida jesuita la pobreza evangélica estaba en las entrañas mismas de la vocación y por eso estableció expresamente como un motivo para la pobreza de las casas profesas que cuando uno vive pobremente puede atraer mucho más fácilmente a otros a la pobreza. Tan persuadido estaba el Prepósito General que dio un consejo que, en mi opinión, sigue siendo válido para no buscar atajos y vivir nuestra consagración, fundamentalmente con el ejemplo como insistió a los escolares de Padua: «No hay por qué hablar más de esto. Baste lo dicho para mutua consolación y exhortación mía y vuestra para amar la santa pobreza, porque la excelencia, utilidad y alegría dichas se hallan de lleno solamente en aquella pobreza que es amada y voluntariamente aceptada, no en la que fuese forzada e involuntaria. Sólo esto diré: que aquellos que aman la pobreza, deben amar el séquito de ella, en cuanto de ellos dependa, como el comer, dormir, vestir mal y el ser despreciado. Si, por el contrario, alguno amara la pobreza, mas no quisiera sentir penuria alguna, ni séquito de ella, sería un pobre demasiado delicado y sin duda mostraría amar más el título que la posesión de ella, o amarla más de palabra que de corazón»[35].

 

Por eso no es raro y más, aún es motivo de admiración la forma como Ignacio en sus cartas, a menudo da consejos sobre el uso correcto de los bienes temporales; por ejemplo, cuando le sugirió a uno hacer un buen testamento; es decir, en bien de los pobres, o cuando exhortó a un clérigo a no donar las rentas de su prebenda a sus parientes, sino aplicarlos a causas piadosas. No tuvo miedo de amonestar a un hombre como Gian Pietro Carafa, quien llegaría a ser el Papa Pablo IV, haciendo alusión a San Francisco de Asís y a Santo Domingo de Guzmán, a no ir mejor vestido y a no vivir mejor que sus hermanos de la recientemente aprobada Orden de Clérigos Regulares (Ordo Clericorum Regularium, C. R.), cuyos miembros son comúnmente conocidos como teatinos (vulgo Theatinorum) o simplemente clérigos regulares, formada por clérigos que profesan los votos de la vida religiosa. La Orden fue fundada en Roma, en 1524, por San Cayetano de Thiene, por el mismo Gian Pietro Carafa, Bonifacio de Colle y Pablo Consiglieri, para restaurar entre los eclesiásticos la forma de vida apostólica y promover la santidad del estado sacerdotal mediante la profesión de los tres votos religiosos. Finalmente, nos parece de sumo interés, insistir en el hecho de que los primeros compañeros y los jesuitas de la primera generación no eran menos celosos de su maestro en este punto. Su entrega y su contribución a la reforma de las Órdenes es conocida, y una parte no pequeña de esta reforma consistió en llevarlos de nuevo a encontrar el espíritu originario de la pobreza.

Junio de 2024


[1] Diario Espiritual, 15.

[2] Cinco primeras partes de este trabajo han sido publicadas en los meses de febrero, marzo, abril, mayo y junio de 2024 en Noticias de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús.

[3] EE [98].

[4] EE [167].

[5] EE [146].

[6] Cf. Switek, Günter. (1972). “Praedicare in Paupertate”…,Opus cit.

[7] Cf. González Magaña, Jaime Emilio. (2018). Del escándalo a la santidad. La juventud de Ignacio de Loyola. Roma: G&B Press.

[8]Autobiografía, 19.

[9] MHSI, Scripta de S. Ignatio II, 85; Fontes Narrativi III, 188, 198.

[10] Cf. García-Villoslada, Ricardo. (1986). San Ignacio de Loyola, Nueva Biografía, Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, Serie Maior 28, 209.

[11] Cf. Procesos de 1606. Testimonio de Juana Capdepós, que refleja el pensamiento de su abuela Juana Dalmau en MHSI. MI, Scripta II, 747.

[12] Cf. Fita y Colomé, Fidel. (1872). La Santa Cueva de Manresa, Reseña Histórica, Manresa: Imprenta de Roca, 24-25.

[13] Cf. Testimonio de Ángela Amigant, presentado por su nieta Inés Mollona, en Procesos de 1606, MHSI. MI, Scripta II, 733.

[14] Cf. MHSI. MI., s. IV, t. I, 731-732.

[15] Cf. González Magaña, Jaime Emilio. (2018). Del escándalo a la santidad…, Opus cit.

[16] García-Villoslada, Ricardo. (1986). Nueva Biografía…, Opus cit. p.212.

[17] MHSI. MI, Fontes Narrativi de San Ignatio, I, p. 390; Epistolae Lainii, en FN, I, 78.

[18] “… mas luego de una susodicha tentación empeçó a tener grandes variedades en su alma… muchos trabajos de escrúpulos… tenía bueno quitarse dellos, mas no lo podía acabar consigo”. MHSI. MI, Fontes Narrativi de San Ignatio, I, 393; “… entrando por diversos escrúpulos, angustias y tentaciones y aflicciones espirituales”. MI, Fontes Narrativi, Epist. Lainii, I, 80. “… viéndose demasiado tentado y no hallando por vía humana remedio”. MHSI: (1894). Vita Ignatii Loiolae et rerum Societatis Jesu Historia, auctore Joanne Alphonso de Polanco, Tomus Primus (1491-1549), Vol. 1, Matriti: Excudebat Tipographorum Societas, 269.

[19]”… quiso el Señor que despertó como de sueño”. “… y todo lo más del día que le vacaba, daba a pensar en cosas de Dios, de lo que había meditado o leído”. MHSI. MI, Fontes Narrativi, I, pp. 368 y 398.

[20] “… claramente juzgaba que Dios le trataba de esta manera”. MHSI. MI, Fontes Narrativi, I, 400; Epist. Lainii, p.82; Sum. Polanci, p. 162.

[21] Suquía Goicoechea, Ángel. (1989). La Santa Misa en la Espiritualidad de San Ignacio de Loyola, 2ª Ed. Colección “Movimiento Sacerdotal de Vitoria”, vol. 9, Vitoria: Egaña, 60-61.

[22] Cf. MI, Fontes Narrativi de Sancto Ignatio, I, p. 496; Epist. Lainii, p. 120. Cf. MI, Fontes Narrativi de Sancto Ignatio, I, pp. 401-402; Scripta, II, p. 87.

[23] Cf. MHSI. MI, Fontes Narrativi de Sancto Ignatio, I, 401-402; Scripta, II, p. 87.

[24] Cf. Leturia, Pedro de Lecturas espirituales durante los Ejercicios según San Ignacio de Loyola, Manresa Vol. 21 (1948), 302ss. Cf. MHSI. MI, Fontes Narrativi de Sancto Ignatio, I, p. 584.

[25] Cf. Suquía Goicoechea, Ángel. La Santa Misa en la Espiritualidad de San Ignacio de Loyola Opus cit., pp. 33-34.

[26] Cf. Hollis, Christopher. (1946). San Ignacio de Loyola, Buenos Aires: Ediciones del Tridente, 50.

[27] Cf. MHSI. MI, FN, I, 584 y MI, Scripta, I, 200 y MHSI, Chronicon I, 33; MHSI. MI, Scripta, I, 516; MHSI, Nadal, I, 19.

[28] MHSI. MI, Fontes Narrativi, III, 431.

[29] MHSI. MI, Fontes Narrativi de Sancto Ignatio, I, 659. Las concordancias entre la Imitación de Cristo y el libro de los Ejercicios se pueden ver en: Navás, Longinos. (1928). Lecturas piadosas sacadas del venerable Tomás de Kempis, dispuestas según el método de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, Barcelona: Rafael Casulleras Editor.

[30] Cf. González Magaña, Jaime Emilio. (2018). Del escándalo a la santidad. La juventud de Ignacio de Loyola., Opus cit.

[31] Constituciones, Parte VI, 573.

[32] Constituciones, Parte VI, 574.

[33] EE [147].

[34] Carta escrita por Juan Alfonso de Polanco, “por comisión de nuestro en Jesucristo Padre Maestro Ignacio”, en Roma el 6 de agosto de 1547.

[35] Carta escrita por Juan Alfonso de Polanco…, Opus cit.

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