—Jaime Emilio González Magaña. S.J.
San Ignacio quería ser pobre porque Jesús y los apóstoles eran pobres[1]
Pero también en la forma como ellos eran pobres y lo que orientaba su práctica de la pobreza no era sino el Evangelio; es decir, en el ejemplo concreto de Jesús y de los apóstoles, vivido con la máxima radicalidad posible. Como sucedía a menudo entonces, también Ignacio al principio vio la Sagrada Escritura como un libro de ejemplos en el que se presentaban al individuo virtudes y modos de obrar para que los imitara. A esto se añadía que, al principio, Ignacio contempló la pobreza del Nuevo Testamento principalmente desde la perspectiva franciscana, según lo que hemos manifestado antes. Con el tiempo, tuvo lugar un proceso de maduración en el sentido de que podemos observar el paso de la pura imitación externa a la apropiación de la actitud interna, propiamente decisiva, a partir de la cual podía decidir libremente en los casos particulares, sin tener que regirse servilmente por el ejemplo a imitar. En su legislación para la Compañía de Jesús distingue dos formas de pobreza: por una parte, una pobreza limitada para el jesuita en formación, que renuncia al uso, pero retiene la propiedad de sus bienes; de la otra parte, la pobreza total del jesuita incorporado, profeso o no, que renuncia totalmente al uso y a la propiedad de los bienes materiales. Por la primera, se rigen los “colegios”; por la segunda, las “casas”. Los profesos “no pueden adquirir derecho en cosa alguna ni propiedad en posesiones, rentas ni en cosa alguna estable. Dice la bula: fuera de aquello que sea oportuno para el uso propio y habitación. Tiene una casa profesa libros, vestidos y otras cosas de que usan. ¿Suyas son? ¿Del Papa? ¿Tiene él el señorío y propiedad de esto o el que lo dio? No. Se quitan escrúpulos y se extinguen opiniones. La Compañía profesa en común tiene la propiedad de eso y de las cosas necesarias”[2].
Por otro lado, Ignacio encarece decididamente a todos a amar la pobreza pues “como muro de la religión, se ame y conserve en su puridad, cuanto con la divina gracia posible fuere”. La historia de las órdenes religiosas había demostrado que “el enemigo de natura humana suela esforzarse de debilitar esta defensa y reparo que Dios nuestro Señor inspiró a las religiones… alterando lo bien ordenado por los primeros fundadores, con declaraciones o innovaciones no conformes al primer espíritu de ellos”, de modo que la relajación en la pobreza acarreó la ruina de monasterios venerables por su antigüedad. En razón de ello “para que se provea lo que en nuestra mano fuere en esta parte, todos los que harán profesión en esta Compañía prometan de no ser en alterar lo que a la pobreza toca en las Constituciones, si no fuese de alguna manera, según las ocurrencias in Domino, para más estrecharla”[3]. Más aún, dice Nadal, “hay que procurar que no se debilite por las relajaciones o interpretaciones. Por ello quiso que se hiciera voto de no consentir en la relajación de la pobreza, si no es para hacerla más estricta. Es más, que fuese pecado mortal si alguien quisiese tratar de este asunto en la congregación general porque es contra el voto. Además, queda cerrada la puerta a la ambición. Pues hacen voto de que no recibirán dignidad a no ser que sean obligados bajo pena de pecado mortal. También que no obrarán para ser promovidos a algún grado en la Compañía. Esta es la pobreza interna, es decir, la humildad. Una y otra pobreza está protegida en la Compañía”[4].
La pobreza era considerada como “muro” y como “defensa”, es verdad, pero también como “madre” que todos deben amar con un amor no etéreo y soñador sino realista, de forma que “según la medida de la discreción, a sus tiempos sientan algunos efectos de ella”[5]. Era una opinión generalizada que, sin la pobreza, se habían conservado muchas religiones y sin ella se han deshecho y perdido el fervor y perfección de su instituto. Además, siempre ha sido decisivo el testimonio personal de cada uno de los jesuitas, como lo verificamos en la experiencia de Jerónimo Nadal en una de sus pláticas a los escolares de Alcalá cuando les entusiasma con estas palabras: “Yo, pues soy religioso pobre, tengo que ser visto pobre, y querría vestir más pobre y andar pobre en todas las cosas, cuanto ser pudiere. ¿Sabéis qué nos hace mal? Que, si nos da Dios un buen deseo y una buena devoción, nosotros la olvidamos y nos vamos por otros principios, de donde se signe caminar con tantas imperfecciones y mal, y nunca arribar a la perfección. No ha de ser así, sino que he de guardar el buen deseo que el Señor me ha dado, y usar de él y ayudarme de él para ir adelante, que para eso me le han dado. No han de ser los dones de Dios ociosos en vos por vuestra negligencia y culpa”[6]. Para ilustrar de alguna forma la variedad de las formas de pobreza, vividas por Ignacio y los primeros compañeros, podemos enunciar las siguientes orientaciones básicas:
Renuncia de bienes
Al principio de su nueva vida, si bien, forzado por la decisión de su padre Don Beltrán de Loyola de enviarlo a la Corte Castellana en Arévalo, Ignacio tuvo que renunciar a los bienes de esta tierra, tomando en consideración que no tenía mucho a qué aspirar pues, según la legislación del Mayorazgo toda la herencia la recibiría su hermano mayor Don Juan y, a la muerte de éste, Don Martín y él era el número trece de la familia. ¡Nada podía esperar! Impulsado por las circunstancias de una tradición, y con la perspectiva de ayudarle a “ser alguien”, tuvo que abandonar su familia y las posibilidades de hacer carrera como caballero de la Orden de la Banda a la que sabemos pertenecían los Oñaz y Loyola. Abandonó su patria y esto sí, fue grave para él si tomamos en cuenta la idiosincrasia del pueblo vasco para el que la tierra, el solar y el escudo de armas familiar, eran sinónimo de pertenencia a los “parientes mayores” y, por lo tanto, imagen de poder, prestigio y pertenencia a la tierra. Aun cuando, como “caballero de Dios” en una fase todavía inmadura de su conversión y simplemente siguiendo la simbólica de la época, como lo habían hecho en su momento sus “otros significativos”, Don Beltrán, su padre, Don Juan Velázquez de Cuéllar, Don Antonio Manrique de Lara, entregó su daga y su espada que quedaron como exvotos en el monasterio de Montserrat. Como cualquier caballero que estaba por vivir una transformación en sus ideales y proyectos, cambió sus vestidos, pero en este caso fue al contrario: él, como escudero, recibió los vestidos pobres de un mendigo desconocido. En la profesión de agosto de 1534, los primeros compañeros hicieron la misma renuncia, pero, como hemos mencionado, sólo se puso en práctica al final de los estudios. De la misma manera, Ignacio exigió de todo aquel que quería entrar en la Orden, una total renuncia de bienes y derechos, mundanos o eclesiásticos. Había que poner en práctica tal decisión, a más tardar, antes de hacer los últimos votos. Sobre esta renuncia fundamental se construyeron luego las formas ulteriores de pobreza y las subsiguientes exigencias que ello implicaba[7].
Vivir de limosnas
Fiel a su experiencia en los hospitales humanistas de la época, en donde Ignacio tuvo contacto real con los pobres y de ellos aprendió lo que significaba no tener comida, pedir limosna, tener necesidad de un espacio para dormir y, en ocasiones, la asistencia sanitaria o médica, eligió la forma de vida que consideraba como apostólica y que le permitía poner su esperanza sólo en Dios como lo hacen los pobres quienes, efectivamente, no tienen nada ni a nadie. Íñigo López de Oñaz y Loyola, como bien lo observó Inés Pascual, no era pobre y sus actitudes lo delataban como quien nunca lo había sido por lo que su estadía en los hospitales, sería completamente novedosa y en ella se basó para valorar el significado de depender de sus bienhechores o hacer depender su sustento sólo de las limosnas, pedidas por el amor de Dios o dadas voluntariamente. Más tarde, en una carta que Polanco escribió a los escolares de Padua, les pidió que recordaran esta realidad: “Si esto es verdad en los pobres no voluntarios, ¿qué diremos de los voluntarios? Los cuales por no tener ni amar cosa terrena que puedan perder, tienen una paz imperturbable y una suma tranquilidad en esta parte, mientras que los ricos están llenos de tempestades; y en cuanto a la seguridad y pureza de conciencia, tienen una alegría continuada, como un suave convite, sobre todo en cuanto que la misma pobreza les dispone a las divinas consolaciones, que suelen tanto más abundar en los siervos de Dios cuanto menos abundan las cosas y comodidades terrenas, a condición de que sepan llenarse de Jesucristo, de modo que El supla todo y les sea en lugar de todas las cosas”[8]. En el curso de sus estudios en la Universidad de París, formado por la experiencia de los diversos hospitales en donde había vivido como estudiante pobre, dio un paso verdaderamente importante cuando, de acuerdo a las reglamentaciones de los colegios, comenzó a vivir como estudiante porcionista, pues tenía con qué pagar y eso le permitía dedicarse de lleno al estudio. El hecho de haber pedido ayuda a sus ricos amigos comerciantes en Flandes o en Londres, no es un acontecimiento banal.
Los primeros compañeros siguieron el mismo sistema durante los estudios, mientras vivían en los Colegios de París, pero apenas los habían terminado, volvieron a mendigar y a vivir en hospitales. Al principio, Ignacio quiso conservar esta reglamentación para la Orden pues estaba más que persuadido de su valor formativo. Un hecho es que la Bula de 1540 no preveía para la Compañía -como orden religiosa-, ninguna entrada fija ni ningún derecho a poseer bienes inmuebles y solo su uso les estaba permitido. La idea de Ignacio por, lo que se refiere a las funciones de una casa de la Compañía, lo muestra claramente la comparación con un hospital de peregrinos bien equipado. Sin embargo, por la nueva bula de 1550 se reconoció a la Compañía el derecho de propiedad de los edificios necesarios y de los objetos de uso. El número creciente de novicios que llamaban a la puerta de nuestras casas, lo llevó a caer en la cuenta de una forma extremadamente radical que los jóvenes necesitan comer y que los viejos necesitan curarse y recibir mayores atenciones que quien está en la plenitud de sus fuerzas físicas. Siempre abierto a la adaptación que venía de las necesidades sentidas unidas a la práctica del discernimiento, tras un tiempo de experimentación, Ignacio excluyó para siempre, las rentas fijas y se conservó fundamentalmente el principio de vivir de limosna aun cuando los medios necesarios para el sustento los gestionaba un procurador nombrado ex profeso. Incluso bajo la presuposición de la buena voluntad de los amigos y bienhechores, el carácter de inseguridad se conservó al menos, en principio, pues la Compañía no tenía derecho para reclamar judicialmente limosnas dadas para un tiempo ilimitado. Así se mantuvo en lo esencial la legislación de los mendicantes, en lo que toca a la pobreza, para el núcleo de la Orden ya que los escolares no se consideraban como jesuitas en el sentido pleno de la palabra[9].
En última instancia, lo que daba sentido a la pobreza era el amor a los pobres porque ellos eran muy amados por Dios y así lo expresó en una carta cuando ya era Prepósito General: «Son tan grandes los pobres en la Presencia Divina, que principalmente para ellos fue enviado Jesucristo a la Tierra: «Por la opresión del mísero y del pobre ahora —dice el Señor— habré de levantarme» (Sal 11,6); y en otro lugar: «Para evangelizar a los pobres me ha enviado» (Lc 4,18), lo cual recuerda Jesucristo, haciendo responder a San Juan: «Los pobres son evangelizados» (Mt 11,5); y tanto los prefirió a los ricos, que quiso Jesucristo elegir todo el Santísimo Colegio de entre los pobres, y vivir y conversar con ellos, dejarlos por Príncipes de su Iglesia, constituirlos por Jueces sobre las Doce Tribus de Israel (Mt 19,28), es decir, de todos los fieles. Los pobres serán sus asesores. Tan excelso es su estado. La amistad con los pobres nos hace amigos del Rey Eterno. El amor de esa pobreza nos hace reyes aun en la Tierra, y reyes no ya de la Tierra sino del Cielo. Lo cual se ve porque el Reino de los Cielos está prometido para después a los pobres, a los que padecen tribulaciones, y está prometido ya de presente por la Verdad Inmutable, que dice: «Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3), porque ya ahora tienen derecho al Reino»[10].
Gratuidad de los ministerios
La gratuidad de los ministerios estaba vinculada estrechamente con la concepción de la pobreza apostólica. En el Evangelio (Mt.10, 8) Ignacio había leído cómo Jesus envió a los apóstoles a predicar el Evangelio y tenían que dar gratis los que habían recibido gratis. Esto servía de norma para él y para sus compañeros. Ya en Alcalá de Henares, en los inicios de sus “conversaciones espirituales” con jóvenes estudiantes y con algunas mujeres, no había aceptado ninguna retribución por sus trabajos apostólicos y la gratuidad había sido uno de los firmes propósitos cuando los primeros compañeros hicieron del voto de Montmartre. El principio se conservó inmutable en las Constituciones de 1541 y en las Constituciones definitivas de la Orden. Como motivos para esta decisión, Ignacio enumera las dos razones “apostólicas” de la edificación y de la libertad con lo que se quería indicar el buen ejemplo en el sentido de la reforma de la Iglesia y la independencia de los que pagaban por los ministerios. Como General de la Orden exigió con severidad inexorable que se pusiera en práctica la gratuidad. Pero la renuncia a estipendios y honorarios sólo era posible porque, de ordinario, el pueblo daba suficientes limosnas para el sustento. Mientras más se renunciaba al pago por los ministerios, tanto más fácilmente daban limosnas voluntarias. Y, al revés, se daba tanto más el deber de la gratuidad de los ministerios, cuanto más se podía vivir de las limosnas ordinarias.
Para Jerónimo Nadal era de esencial que esto se entendiera bien y, cuando “declaraba” las Constituciones a las nacientes comunidades, explicaba la peculiaridad del voto de pobreza en la Compañía de Jesús y afirmaba:
… no se puede tomar ni como estipendio eclesiástico ni bajo nombre de limosna, cosa ninguna por alguno de sus ministerios[11]. Lícitamente se hace y acostumbra en la Iglesia que por los ministerios eclesiásticos se lleve algún estipendio, sin simonía ni escrúpulo. Cristo ordenó que el que sirve al altar, coma del altar; y el que anuncia el evangelio, coma del evangelio. Gratis se ha de exhibir el ministerio eclesiástico, por servicio y honra de Dios nuestro Señor, no por aquello temporal que se da; no se trueca uno por lo otro, que sería de otra manera hacer injuria a la gracia de Dios […] En la Compañía ni estipendio ni limosna, por respecto de algún ministerio que hiciere, no se puede llevar; y esto es común a todos los que viven en la obediencia de la Compañía, como se dice en la 6ª parte[12]. Y así no podemos tener beneficios curados[13], lo uno, porque no hemos de ser ligados a una parte o a otra, sino hemos de discurrir por diversas partes ayudando a donde más necesidad hubiere; también porque los curas tienen derecho a llevar sus estipendios por razón de su ministerio, lo cual repugna a la pobreza de la Compañía. Y, aunque los religiosos otros por vía de limosna pueden tomar alguna cosa por semejantes servicios, no lo hace la Compañía, ni lo puede hacer según su instituto, procediendo en todo con más puridad, por quitar peligros de cosas que pueden ocurrir, y para con más libertad administrar los ejercicios de su vocación, no teniendo respecto a esta parte o a aquella, sino mirando la mayor necesidad y la mayor gloria de Dios nuestro Señor[14].
Vita communis
Tomando en cuenta la renuncia a la propiedad privada, era evidente que los compañeros debían tener todo en común y las formas concretas de esta «vita communis» las tomó Ignacio de la tradición antigua. Nadie podía tener nada ni disponer de nada; al contrario, debía contentarse con lo que era común a todos. Lo que todavía necesitaba el individuo particular podía procurárselo sólo en dependencia de los superiores y éstos tenían que responder con discreción a las necesidades de las diversas personas y circunstancias. Una razón por la que Ignacio insistió con gran vehemencia en la observancia de estas reglas y se optó por este sistema fue la enseñanza de la historia de las órdenes antiguas que habían puesto en evidencia que, en este campo de la «vita communis», con mucha rapidez se pueden introducir subrepticiamente y con “apariencia de bien”, algunas anomalías que llevan a la destrucción total de la pobreza[15]. De acuerdo con lo que Jerónimo Nadal había observado de Ignacio, advierte a los escolares de Alcalá de Henares que “también en la Compañía es regla común a todos que no ha de haber arca cerrada con llave[16]; que es cosa de pobreza y de comunidad. El arca cerrada parece que dice propiedad. Se usa muy a menudo mudar aun en las cosas comunes, como las cántaras, mesas, para mayor desapego del todo. No hay en las iglesias cajetas para tomar limosna, porque la cajeta parece pedir siempre y por todos”[17].
Vida común a los honestos sacerdotes
Un primer punto que hay que clarificar es que es necesario distinguir la «vita communis» de la «ratio vivendi in exterioribus communis», es decir, el «estilo de vida medio». Un segundo elemento importante es mencionar que, absolutamente, de ningún modo, se trataba de despreciar ni el hábito de los religiosos ni mucho menos el estilo de vida de “los sacerdotes honestos” del lugar. Al contrario, este principio característico de los clérigos regulares significaba la adaptación en vestido, alimentación, habitación y todas las demás cosas exteriores al estilo de los “sacerdotes honestos” de la región en que residían, más aún, a las costumbres de la nación donde vivían. Por esta libertad de todas las “observancias”, Ignacio quería asegurar la movilidad, la disponibilidad y el celo apostólico de su “Compañía de apóstoles” ya que así se podría adaptar mejor a las diferentes personas, lugares, tiempos y circunstancias y evitar barreras innecesarias entre el pueblo y el servidor apostólico y entre éste y los miembros de otros institutos religiosos o el clero secular. Además, por una cierta “aurea mediocritas” en el estilo de vida, se conservaba en buen estado la fuerza y la salud de los compañeros por la entrega apostólica en el servicio de Dios. Ignacio daba también mucha importancia a que tuvieran los medios de trabajo necesarios; por ejemplo, para el estudio, pues en eso veía instrumentos del servicio de Dios[18].
Para algunos, este adaptarse al “estilo de vida común”, pudiera parecer, a primera vista, como una mitigación de la austeridad en la pobreza, sin embargo, por la alusión a los “honesti sacerdotes” contenía, además, un elemento importante de la pobreza pues se buscaba que los jesuitas eligiéramos un estilo de vida modesto, equilibrado, sencillo con una cierta inclinación a acomodarse en todo a la verdadera pobreza y sin que esto quisiera decir, de ningún modo, elegir un estilo de vestuario vulgar que no fuera de acuerdo con la dignidad del sacerdocio y la vida consagrada. Precisamente contra un posible equívoco, que en nombre del “estilo de vida común” renunciaba a la pobreza por cualquier “ventaja” apostólica, Ignacio ha insistido en la humildad y la pobreza que serían los elementos exteriores más evidentes para ser identificados como jesuitas y no un modo de vestir desaliñado o siguiendo los lineamientos de una sociedad mundana cada vez más secularizada que rechaza todo signo que nos pudiera identificar como religiosos.
Estilo de vida pobre
La pobreza ignaciana hace referencia también a una cierta medida de privación real. Con esto se aludía, en primer lugar, a soportar las necesidades no buscadas ni impuestas, sino resultado de las circunstancias apostólicas en las que se debía vivir la misión. Al principio, esto fue más evidente cuando la pobreza llegó a ser extrema en las casas de Roma y, en algunos noviciados más tarde cuando, no solamente faltaban las cosas más necesarias, sino que, en muchas ocasiones, no se tenía lo suficiente para comer o, faltaban los recursos para atender a los enfermos al grado tal que algunos novicios murieron. Tan es así que, en los últimos anos de la vida de Ignacio, reinaba en las casas romanas una situación de emergencia ininterrumpida y que se hacía cada vez más agobiadora y urgente pues no solamente no había ingresos sino mucho había que gastar, tanto para los de casa como para quienes se interesaban en nuestro modo de proceder o, incluso, en los pobres a los que se atendía cada vez en mayor número[19]. Pero, aun cuando no se tomaran en consideración las situaciones de emergencia y necesidad no buscadas, Ignacio quería que la Compañía conservase un cierto estilo de vida pobre y sin pretensiones. En consonancia con todo lo anterior, en los Ejercicios Espirituales Ignacio propone una serie de reglas como ayuda para evitar el desorden y exceso en el comer[20]. En el siglo XVI, quien se lo podía permitir, tenía en la comida una de las únicas fuentes cotidianas de placer, diversión y esparcimiento. Esto hacía del comer un ejercicio susceptible de canalizar desahogos, excesos y desórdenes que no ayudaban a la persona en su equilibrio vital y espiritual.
El tema de la moderación en el comer es un argumento clásico tratado en la espiritualidad monacal. Es muy posible que Ignacio haya podido conocer algunos de los textos de Juan Casiano, Basilio Magno y San Vicente Ferrer en su conocido Tractatus de Vita Spiritualis cuando, al término de la primera revisión completa del libro, escribió estas reglas, en Italia, alrededor de 1538. Sin duda, aunque por su redacción hubiera tomado elementos propios de la vida monacal, parece evidente que su intención no fuera la de proponerlas como instrumentos ascéticos o penitenciales. A este propósito, nos llama la atención el hecho de que las reglas no fueron insertas en un apéndice, junto a las otras reglas propias de cada semana, sino en el texto principal, dentro de la tercera semana, en un sitio paralelo, al momento en el que ejercitante debe prepararse para la elección y la reforma de vida en la segunda semana. La interpretación únicamente penitencial también es rechazada cuando se confronta con la décima adición que dice: «la 1ª es cerca del comer, es a saber, cuando quitamos lo superfluo no es penitencia, mas temperancia; penitencia es cuando quitamos de lo conveniente, y cuanto más y más mayor y mejor, sólo que no se corrompa el subiecto, ni se siga enfermedad notable”[21] con el contenido de las tres primeras reglas. El jesuita Francisco Suárez[22] fue el primero en llamarlas «Reglas de la templanza”, contra la interpretación penitencial de los primeros Directorios y también del Directorio oficial[23]. El Padre Ian Philip Roothaan, 21° Prepósito General de la Compañía de Jesús[24], más tarde señaló el carácter penitencial, a pesar de la inserción en la contemplación de la última cena, partiendo de la breve alusión en ES [214], para justificar su posición, desconcertante, en la tercera semana. Le tocó al Padre Enrique Arredondo la adjudicación del mérito de haber subrayado el sentido que tienen estas reglas como complemento a la elección. Para que la elección no se haga en forma equivocada, en el caso en el que el ejercitante no fuera “señor de sí mismo” en el apetito[25], Ignacio le propone examinar la dinámica de sus deseos, estimulándolo a distinguir la necesidad real que los engendra de la compulsión instintiva e inconsciente que puede acompañarlos. Éste es la razón de ser de las “Reglas para ordenarse en comer para adelante”.
Es necesario, sin embargo, culminar el proceso de la ordenación “para vencer e sí mismo, es a saber, para que la sensualidad obedezca a la razón, y todas partes inferiores estén más subiectas a las superiores”[26] para que el ejercitante se deje actuar por la acción de Dios en su vida[27]. Por esta razón, es necesario que la armonía y la plenitud del hombre pasen por el análisis obligatorio y el orden de todo lo que ha sido engendrado de modo ilusorio por un deseo nacido por la simple carencia. Para esta tarea la intuición ignaciana descubre dos medios excepcionales: la invitación no tanto al control del deseo en él mismo sino al control de los objetos del deseo[28] ; y la contemplación, de parte del ejercitante, del ideal con el cual ha decidido identificarse[29]. Aun cuando “Cristo nuestro Señor” haya sido ya presentado como modelo de identificación y seguimiento en la consideración del Rey temporal: “… por tanto quien quisiera venir ha de ser contento de comer como yo, y así de beber y vestir, etc.; asimismo, ha de trabajar conmigo en el día y vigilar en la noche, etc.; porque así después tenga parte conmigo en la victoria como la ha tenido en los trabajos”[30] en el conjunto de la segunda semana. Será en las contemplaciones de la Pasión, cuando se alcanzará una mayor intensidad afectiva en esta identificación. Quizás esto explica la propuesta ignaciana de situar el más difícil “discernimiento del deseo” precisamente en la tercera semana. El hecho de que este tema fuera importante, lo constatamos, por ejemplo, cuando en varias ocasiones las Constituciones insisten en la exclusión de todo lo superfluo en lo que se refiere al alimento, al vestido o a la habitación. En todo, se debía proceder como convenía a una pobreza religiosa verdadera por lo que los viajes, como consta ciertamente en Ignacio y los primeros compañeros, pero también en los de la primera generación, había que hacerlos a pie y sin dinero.
Ignacio no entendía como pobreza la pura dependencia de los superiores en el modo de usar las cosas terrenas de un modo «magnífico», sino que, para él, era parte de la pobreza una cierta indigencia real y de buen genio que tocaba el ámbito de las necesidades personales, pero no el ámbito de aquellas cosas necesarias para la eficiencia apostólica. En este aspecto, se observa, sin duda, una tensión en la concepción ignaciana de pobreza, tensión que tiene siempre el peligro de renunciar, en la práctica, a uno de los dos polos, poniendo el énfasis real solo en uno de ellos. Pero también aquí se muestra en qué medida mínima la pobreza ignaciana sea una magnitud inamovible que tiene que determinarse de nuevo para cada tiempo, cada lugar y cada persona. En el tema de la pobreza, Ignacio puso en práctica la experiencia del “subiecto” de los Ejercicios en el sentido de una enorme capacidad de adaptación sin perder jamás la identidad o lo que es verdaderamente esencial y fundamental.
Mayo de 2024
[1] Cuatro primeras partes de este trabajo han sido publicadas en los meses de febrero, marzo, abril y mayo de 2024 en Noticias de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús.
[2] Plática 9ª, del Voto de Pobreza. En: Nadal, Jerónimo. (2011). Las Pláticas del P. Jerónimo Nadal. La globalización Ignaciana. Edición y traducción de Miguel Lop Sebastià. En Coimbra, Pláticas 13ª y 12ª. Bilbao-Santander: Mensajero-Sal Terrae, 241.
[3] Constituciones, parte VI, 553.
[4] Pláticas en Colonia, 1567. Capítulo 3º Causas que ayudan a obtener el fin. En: Nadal, Jerónimo. (2011). Las Pláticas del P. Jerónimo Nadal. La globalización Ignaciana… Opus cit., 315.
[5] Constituciones, parte III, 287.
[6] Plática 9ª, del Voto de Pobreza. En: Nadal, Jerónimo. (2011). Las Pláticas del P. Jerónimo Nadal. La globalización Ignaciana.., Opus cit., 243.
[7] Cf. Switek, Günter. (1972). “Praedicare in Paupertate”…,Opus cit.
[8] Carta escrita por Juan Alfonso de Polanco, “por comisión de nuestro en Jesucristo Padre Maestro Ignacio”, en Roma el 6 de agosto de 1547.
[9] Cf. Switek, Günter. (1972). “Praedicare in Paupertate”…,Opus cit.
[10] Carta escrita por Juan Alfonso de Polanco, “por comisión de nuestro en Jesucristo Padre Maestro Ignacio”, en Roma el 6 de agosto de 1547.
[11] Examen 4,82; Constituciones 565, 566, 640, 816.
[12] Constituciones, 565.
[13] Constituciones, 324.
[14] Plática 9ª, del Voto de Pobreza. En: Nadal, Jerónimo. (2011). Las Pláticas del P. Jerónimo Nadal. La globalización Ignaciana. Opus cit., 237.
[15] Cf. Switek, Günter. (1972). “Praedicare in Paupertate”…,Opus cit.
[16] Constituciones, 424, 427.
[17] Plática 9ª, del Voto de Pobreza. En: Nadal, Jerónimo. (2011). Las Pláticas del P. Jerónimo Nadal. La globalización Ignaciana… Opus cit, 239.
[18] Cf. Switek, Günter. (1972). “Praedicare in Paupertate”…,Opus cit.
[19] Cf. González Magaña, Jaime Emilio. (2002) “El ‘Taller de Conversión’ de los Ejercicios. Volumen II: Los Ejercicios: una oferta de Ignacio de Loyola para jóvenes, México: SEUIA-ITESO.
[20] González Magaña, Jaime Emilio. (2019). Come se vedesse Cristo nostro Signore mangiare con i suoi apostoli. En: Grummer, James. Leggi di libertà. Il discernimento secondo le regole di Sant’Ignazio. Roma: G&B Press, pp. 13-42.
[21] EE [83].
[22] De religión Societatis Iesu, 1609.
[23] D 33.34.43,251-252.
[24] Del 9 de julio de 1829 al 8 de mayo de 1853.
[25] EE [216].
[26] EE [87]
[27] EE [213].
[28] EE [217].
[29] EE [214].
[30] EE [93].