Elementos esenciales de la pobreza ignaciana

Abr 9, 2024 | Noticias

— Jaime Emilio González Magaña, S.J.

El seguimiento de Jesús quien se hizo pobre por nosotros[1]

 

Como hemos señalado antes, Ignacio de Loyola fue un hombre de su tiempo y, como tal, asumió lo que se entendía por pobreza, primero en el ámbito sociocultural y político, y, en última instancia, en el campo religioso y espiritual, es heredero de las grandes órdenes religiosas de su tiempo. Es decisivo mencionar, desde ahora, que un elemento central es que no se dejó llevar sólo por una idea sino se movió de acuerdo a un ideal que era matizarlo todo, decidir y hacerlo todo, de acuerdo con los criterios y el modo de ser y proceder del Señor Jesús[2]. De aquí recibe un elemento que caracteriza la espiritualidad ignaciana que es su vertiente cristológica. Jesucristo es el centro de toda la espiritualidad ignaciana y aquí se encuentra también la clave de su concepción de la pobreza. Ni Ignacio de Loyola, ni los primeros compañeros o los jesuitas de la primera generación desarrollaron una teoría sobre la pobreza sino, simple y sencillamente, fundaron todas sus reflexiones, deliberaciones y decisiones teniendo al centro el ejemplo ideal de Jesús. La Compañía de Jesús quería ser pobre porque Jesucristo había sido pobre y su amor a la pobreza no quiso ser nada más que una manifestación concreta de su amor al Hijo de Dios que se hizo pobre por nosotros[3].

 

En su primera conversión, en su lecho de convaleciente de la casa paterna, Íñigo López de Oñaz y Loyola, tenía como un “otro” significativo importante la figura de un rey bueno y generoso que, muy probablemente era la de Fernando el Católico con quien vivió en la Corte Castellana de Arévalo y que era la viva imagen del rey que había de liberar la tierra santa de las manos de los infieles. Ante sus repetidos fracasos y problemas y desde un nivel meramente humano, sufrió un proceso de “alternación” que le llevó, poco a poco, y no sin terribles crisis, a cambiar la figura de ese rey humano por la de Jesús e, influenciado por las lecturas espirituales de la “Vita Christi” y el “Flos Sanctorum”, comenzó a pensar en un “soberano y benigno caudillo”, en un “Rey de reyes”, “príncipe eterno, Cristo Jesus”. El testimonio de San Francisco de Asís, Santo Domingo de Guzmán y San Onofre, fundamentalmente, le hicieron concebir la idea de que él, como ellos, podría seguir a un Señor tan bueno y generoso, especialmente en su pasión dolorosa. Al principio uno de los principales medios para hacer realidad esta vida de penitencia, debía ser una pobreza tan grande como era posible, siguiendo el ejemplo concreto de los santos quienes primero habían deseado ser caballeros en servicio y defensa de los pobres y humildes, y, más tarde, se convirtieron en “los caballeros de Dios”. Él mismo, había soñado con pertenecer a la Orden Militar de los Caballeros de la Banda, pero, ahora, su mente, sus esfuerzos y su corazón deberían enfocarse en aprender a seguir más de cerca al mismo Señor que había seducido a los santos[4].

 

Más tarde, en su estancia en el Monasterio Benedictino de Montserrat y gracias al acompañamiento del Abad Jean de Chanones quien lo puso en contacto con la herencia de la Devotio Moderna y, de un modo particular con el libro del “Ejercitatorio de la vida Espiritual” de García de Cisneros, aprendió a comprender más profunda e íntimamente a su Señor. Tenía que vivir el proceso decisivo de su conversión en Manresa, cuando el Señor lo trató como a un niño en la escuela; debía sufrir severas y repetidas crisis de identidad, no exentas de sufrimiento y graves escrúpulos. Era menester asumir que necesitaba fortalecer lo que más tarde llamaría el “subiecto” para que su discernimiento y conversión fueran auténticos. Allí, desde su interior vaciado de sí mismo, se dejó tocar por Dios y éste lo tocó en su identidad de hombre “desgarrado y vano”, con todo lo que él era, sin que renunciase a nada, pero sí que lo enfocara de una forma distinta. Una vez que tocó fondo y que entendió que, sin Dios, no podría hacer nada, reconoció a Cristo como aquél que ha llamado a los Apóstoles a seguirle y los ha enviado a predicar el mensaje divino; como aquél que lo llamaba también a él a ser su apóstol, a pesar de su vida pasada. Ignacio oyó este llamamiento y se decidió a dar un paso vital del “escándalo a la santidad”[5].

 

En sus experiencias espirituales que fue incorporado paulatinamente en los Ejercicios Espirituales, puso como ley suprema el seguimiento de Cristo. La respuesta al llamamiento, primero de un Rey bueno y humano y, después de Jesucristo, consistía en suplicar el querer seguirlo para soportar toda injuria, todo vituperio, toda pobreza[6] pues esto mismo ha hecho el mismo Jesús “por mí”. Este “por mí” lo llevó al secreto más íntimo y profundo del plan de salvación, al último “motivo” de la pobreza de Jesús: a su amor a los hombres, a quienes Él quiere donar la salvación y, de ese modo, hacerles verdaderamente ricos. Para corresponder a este amor divino-humano, Ignacio asumió la pobreza como una clave única y decisiva para seguir al Señor. Por amor a su Señor -y éste pobre, humilde, humillado y crucificado-, quiso asimilarse a Él; eligió llevar la “librea” de su pobreza, persecuciones e ignominia. Así, el amor a la pobreza se muestra como un aspecto del amor a la cruz, sin la que no hay un seguimiento auténtico, más aún, sólo la cruz será el elemento fundante, la clave de discernimiento única para determinar si el seguimiento a Jesucristo es auténtico o, en realidad, se están siguiendo otros “señores”. Por eso, siendo fiel a sus ideales como caballero de la Orden de la Banda, que buscaba “valer más”, Ignacio nunca se daba por satisfecho con lo “común” y con lo que anhelaba la mayoría, y se decidió a hacerlo todo para buscar, hallar y hacer sólo la mayor gloria de Dios[7]. He aquí el sentido de la “Jornada Ignaciana” de los Ejercicios Espirituales en la que aplicamos el triple test del entendimiento, la voluntad y el afecto, que permitirá hacer nuestra elección basándonos solamente en pobreza con Cristo que vive en pobreza en lugar de riquezas, imagen, poder, prestigio, etcétera, aun en el caso de que la riqueza fuera igual gloria de Dios[8].

 

Este motivo de asimilación cada vez mayor al Señor Jesús, quien abrazó la pobreza, siguió siendo determinante para Ignacio durante toda su vida del mismo modo que lo fuera para los primeros compañeros y los jesuitas de la primera generación formados todos con el espíritu de los Ejercicios Espirituales y con el testimonio y paternidad de Ignacio. En París se consagraron al servicio del Señor en pobreza y castidad. Más tarde, al prepararse para su ordenación sacerdotal, en 1536, en la soledad, el silencio y alejados del ruido del mundo, no obstante, las grandes privaciones que habían aceptado libremente, exultaban de gozo por poder seguir “desnudos a Cristo desnudo”, sabiendo que quien es pobre en Cristo es, en realidad, enormemente rico. Precisamente cuando los compañeros se preparaban para ponerse a disposición del Papa, en Roma, fue en Vicenza, cuando tomaron la decisión de que si alguien les preguntaba quiénes eran, habrían de contestar “somos de la Compañía de Jesús”. Poco tiempo después, a Ignacio y a sus compañeros les fue concedida su súplica de entrar en el séquito de Cristo en la Storta, a las puertas de Roma. A las orillas de Río Cardoner, Dios Trino había confirmado que aceptaba a Íñigo López de Oñaz y Loyola; ahora, poco antes de llegar a Roma, la Santísima Trinidad, confirmaba la Compañía de Jesús.

 

Nos podemos dar cuenta de la importancia que tenía para Ignacio el seguimiento de Jesús pobre y humilde si profundizamos la “elección sobre la pobreza” de 1544. En este caso, los motivos cristológicos fueron los que en primera línea determinaron la vuelta a la concepción más austera de la pobreza.  Si en las Constituciones y demás textos legislativos el motivo del seguimiento de Cristo pobre y humilde no está más explícito, esto se debió a que Ignacio presuponía que todos tenían clara la concepción de la pobreza y su elección y estaba preocupado, sobre todo, con la institucionalización de la pobreza en la Orden en el que el trabajo de Juan Alfonso de Polanco y Jerónimo Nadal fue decisivo como lo constatamos en una carta que escribió el primero de ellos, por comisión de Ignacio y en la que afirmaba que: «esta pobreza es aquella tierra fértil de hombres fuertes, «Pobreza fecunda de varones», decía el poeta (Lucano), lo que mucho más cuadra a la pobreza cristiana que a la romana. Es aquella fragua que pone a prueba el progreso de la fuerza y virtud en los hombres, y donde se ve cuál es el verdadero oro y cuál no lo es (Prov 27,21). Es el foso que deja seguro el campo de nuestra conciencia en la religión. Es aquel fundamento sobre el cual parece que Jesucristo demostró debía edificarse el edificio de la perfección, diciendo: «Si quieres ser perfecto, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme» (Mt 19,21). Es la madre, el tesoro, la defensa de la religión, porque le da el ser, la nutre, la conserva; como, al contrario, la afluencia de cosas temporales la debilita, gasta y arruina»[9].

 

Los apóstoles siguen a Cristo, enviados a la misión, en pobreza

 

En lo que podemos llamar su auténtica conversión en Manresa, en el contacto con los pobres y el ambiente del Hospital de Santa Lucía, Íñigo veía en Cristo, no ya tanto al hombre de la Pasión, sino aquél que llama a los apóstoles y los envía en misión. Por eso, muy pronto, al deseo inicial del seguimiento de Jesus pobre y humilde, se juntó el pensamiento de que este seguimiento tendría que ser similar al de los apóstoles. Después de las ilustraciones místicas que lo acercaron definitivamente a Dios, sintió el deseo vivo de ayudar a las almas y comenzó a hacerlo de un modo habitual y muy sincero. De la comprensión afectiva de la persona de Cristo en su conversión y en la obra salvífica le vino también el conocimiento de su propia tarea en la construcción del Reino de Dios. Podemos afirmar que fue en este período cuando el concepto de “misión” adquirió para él una importancia capital y en él, habría de fundar más tarde la concepción de misión apostólica que debía asumir la Orden en su institucionalización. Este sentido de misión, fundamentado por la visión trinitaria del Cardoner, concebía que, en primer lugar, Dios Padre había enviado a su Hijo para salvar a la humanidad; en segundo lugar, Jesús, por su parte, había enviado en misión a los apóstoles, quienes, colaboraban en su obra salvífica y anunciaban la Buena nueva y, en tercer lugar, esta misión se había confiado a la Iglesia, en cuyo seno, Cristo llama hombres para esta colaboración especial y,  por medio de su Vicario, el Papa, envía en misión a los jesuitas. En último término podemos contemplar que Ignacio y, posteriormente, los compañeros, se vieron incorporados a esta misión única. No podemos definir con exactitud si ya en Manresa Ignacio había tenido alguna idea de la fundación de la Orden, sólo podemos balbucir que fue así por lo que alguna vez confesaba que había intuido la fundación “por algo que pasó en Manresa”.

 

El carácter eclesial de su misión y la necesidad de la mediación por la jerarquía se harían explícitos sólo con el tiempo y, en París, con la redacción de las Reglas para sentir en Iglesia, los vio claramente y en toda su extensión. Desde entonces, la vocación apostólica le dio a su vida una dirección bien precisa; no obstante que también en el futuro no tuviese claras algunas de sus decisiones más importantes. Lo que sí es un hecho es que el pensamiento de querer ayudar a las almas fue la causa de la mitigación de su austeridad penitencial y, por lo tanto, también de su pobreza, pues vio que esto era, si no un estorbo, sí una seria dificultad para el apostolado. La peregrinación a la Tierra Santa que, al inicio era considerada sólo por espíritu de penitencia, para emular a los santos que tanto le habían impactado y que le habían convencido que lo hacían sólo por amor a la persona de Jesus, recibió ahora una motivación ulterior: deseaba quedarse en Palestina y ejercer ahí su apostolado. Después del fracaso de este plan fue de nuevo el apostolado la motivación para entregarse a los estudios aun cuando tampoco tengamos claro qué fue lo que motivó este otro segmento de su conversión y también para la decisión de no volver a llevar su “sayal”, sino de llevar un vestido semejante al de los clérigos y, más concretamente, el de los estudiantes de las Universidades de Alcalá de Henares, Salamanca y, especialmente, la de París. El ideal de la “vida apostólica” fue también el motivo por el que Ignacio comenzara a buscar compañeros para su nuevo estilo de vida. Siempre con el ideal de emular el estilo de vida de los Apóstoles y al ser enviados por Jesús, los primeros compañeros no querían vivir de bienes raíces o de rentas fijas, sino de limosnas mendigadas y dadas voluntariamente por las personas a las que querían servir. No deseaban ningún tipo de compensación por sus ministerios espirituales y decidieron dar gratis lo que gratis habían recibido. Fue precisamente su ideal apostólico por lo que Ignacio adoptó en París algunas acomodaciones en su praxis de la pobreza.

 

Mientras que había pedido limosna casa por casa, se había hospedado en los Hospitales de Santa Lucía, en Manresa, en Antezana en Alcalá, en san Bartolomé en Salamanca, en Saint Jacques en París, en donde siempre vivió como estudiante pobre, decidió pedir ayuda a los comerciantes ricos de Flandes a quienes seguramente había conocido en su estancia en la Corte Castellana, para poder estudiar en paz todo el año. Su discernimiento era mucho más maduro y comprendió que si quería estudiar realmente necesitaba tiempo, no podía mendigar, el ambiente de los hospitales no era el más apto y, además, quería dedicar tiempo a la oración y la meditación. También dejó de exigir a los compañeros la renuncia inmediata apenas terminar los Ejercicios, sino que les hizo esperar basta la conclusión de los estudios, tal como lo habían estipulado en el voto de pobreza de Montmartre. Pero en cuanto hubieran terminado los estudios, él y los suyos aceptaron con alegría la oportunidad de vivir la pobreza en toda su estrechez: pedían de limosna su alimento diario; vivían en hospitales como pobres; hacían sus viajes a pie y sin dinero. Su ideal apostólico Ignacio lo resumió en la frase: “predicar en pobreza”[10].

 

En Roma, al principio, quisieron seguir con este estilo de vida, pero pronto se dieron cuenta que por el pedir limosna diariamente se perdía un tiempo valioso para el apostolado. De este modo, asumiendo que debía hacerlo todo solo para la mayor gloria de Dios, Ignacio renunció a la práctica de que cada compañero fuera personalmente a mendigar y transfirió el cuidado de la sustentación de su comunidad, que crecía rápidamente, a un procurador, quien, además, debía proveer para la construcción de la casa. Para cubrir los gastos, Ignacio permitió rentas fijas para la “sacristía” de las iglesias, de manera que pudieran estar equipadas con todo lo necesario para los peregrinos, como en un hospital bien instalado, de acuerdo con los usos y costumbres humanistas de la época. Pero después de pocos años y siempre por motivos apostólicos, abandonó esta práctica de la pobreza, para lo cual – como lo demuestra la Deliberatio Paupertatis– además de los motivos cristológicos, dieron la pauta también los motivos apostólicos como la edificación, la libertad de ataduras y el que los jesuitas fueran impulsados a una mayor laboriosidad apostólica por el bien de las almas.

 

Con todo lo anterior, no es de extrañar que la legislación sobre la pobreza en las Constituciones haya estado orientada desde el punto de vista apostólico con el que Ignacio intentó institucionalizar su visión de lo que debía ser la pobreza en la Compañía de Jesús. Un aspecto decisivo que se buscó, ante todo, fue el hecho de enfatizar que la letra de la ley debía ayudar a mantener el espíritu por lo que no es para nada extraño que las Constituciones sean la expresión jurídica de nuestra espiritualidad. Este modo de vivir la experiencia de Dios, debía expresarse en las misiones apostólicas que los jesuitas recibían y esto podría tener lugar “entre creyentes y no creyentes”. El deseo de que los jesuitas se destacaran en su servicio y, al mismo tiempo, en la salvación de su alma y la de los demás, debía impregnar la formación de los novicios que, poco a poco, comenzaron a llamar a la puerta de la naciente Orden. Con este espíritu se decidía la fundación de nuevas casas y colegios. Conforme aumentaban las vocaciones, se modificaba también la concepción de la pobreza que debía ser asumida en plenitud en las casas mientras que los colegios estaban sometidos a otra forma de entenderla ya que quienes estaban en formación, debían dedicarse a ella totalmente pues de eso dependía que llegasen a ser apóstoles en el sentido más pleno de la expresión. El modo de concebir la pobreza fue caracterizado también por el modo peculiar de la “discreción” ignaciana, es decir, todo se debe adaptar, acomodar a tiempos, lugares y personas. El criterio básico que debería regular todas las disposiciones sería el de la “vida común”, es decir, la comunidad misma estaba en función de la misión apostólica y no al contrario. Ya como Prepósito General y viendo el conjunto de la misión apostólica que se expandía al “universo mundo”, un criterio decisivo fue que todo, incluso, el criterio de pobreza, debía adaptarse a las circunstancias sin menoscabo de la observancia de lo que debería favorecer una vida común que favoreciera la misión apostólica en la Iglesia universal[11].

 

La pobreza en la Orden nunca ha tenido un valor en sí misma

 

El fundamento último de la pobreza ignaciana, ha estado siempre en función de manifestar que el jesuita está llamado a “tener confianza”, es decir, a poner en práctica una esperanza en lo concreto de la misión en la que se actualiza la relación fundamental del hombre con Dios, es decir, su dependencia total, el sentirse inseguro, como quien nada tiene y quiere ser, efectivamente, dependiente de Aquél que sólo puede dar seguridad porque es Dios, el único absoluto, frente a lo relativo de todos los medios. Desde que la conversión de Ignacio fue realmente auténtica, demostró esta absoluta confianza y dependencia de Dios, al punto de que bien podría interpretarse como un hombre cuyas decisiones rayan en la temeridad, tal vez como residuos de sus acciones y decisiones como el hecho de defender la indefendible fortaleza de Pamplona. Mientras que era un hombre que lo había tenido siempre todo, en su peregrinación a Tierra Santa quería poseer totalmente las tres virtudes: el amor, la fe y la confianza y por eso renunció a llevar todo tipo de vituallas, dinero o a unirse a un grupo que le hubiese proporcionado un mínimo de seguridad. Los hechos nos demuestran que, en realidad, nunca le abandonó la ayuda de la Providencia y la peregrinación, aun con matices de necedad, se tornó para Ignacio en la escuela superior especializada de la confianza en Dios. Por este hecho, es fácil comprender que, durante mucho tiempo, él se definía como “el peregrino» y, por eso estableció la peregrinación para los novicios como uno de los experimentos apostólicos que ayudaran al maestro para decidir quién estaba en condiciones de profesar los votos para pertenecer a la Compañía de Jesús.

 

En 1537, en medio de grandes privaciones, describió sus experiencias con las palabras del Apóstol San Pablo: “Como quienes nada tienen, pero lo poseemos todo”[12]. Ésta debería ser la pobreza ignaciana ya que, si de verdad creemos que Dios ya lo ha prometido todo a aquellos que buscan primero su Reino, ¿qué les podrá faltar? Esta convicción estaría a la base de la Bula de 1540 en la que se especifica que “sabiendo que nuestro Señor Jesucristo ha de suministrar lo necesario para el sustento y el vestido a sus siervos que sólo buscan el Reino de Dios, hagan todos y cada uno voto de perpetua pobreza, declarando que ni en privado ni comunitariamente podrán recibir bienes inmuebles, o rentas, o entradas, o derechos civiles para el sustento y uso de la Compañía; sino que en todo se contentarán con el uso de las cosas que les den para satisfacer las necesidades de la vida”[13]. Estos motivos de esperanza y confianza, fueron los decisivos para regresar a la pobreza completa en la “elección” de 1544 que enfatiza que es más fácil confiar únicamente en Dios cuando no se tiene nada. No menos central fue el pensamiento de la confianza en las Constituciones en las que ésta significa la actitud del hombre que se ha liberado internamente del mundo y no se fía en las cosas del mundo; que no espera su recompensa de esta vida, sino para quien Cristo solo es la recompensa. Para esto debía servir el pedir limosna de puerta en puerta y el que las casas no tuvieran rentas fijas. Ignacio estaba por demás convencido de la ayuda de Dios que, incluso en los tiempos de extrema necesidad, recibía nuevos novicios, porque si Dios llama a uno, también proveerá por él y, además, había puesto su esperanza en la bondad de Dios, que puede con igual facilidad alimentar un gran número que uno pequeño[14].

 

Sin embargo, la concepción ignaciana de la confianza se presentaría de modo incompleto si no se tuviera en consideración cuánto se esforzaba Ignacio para eliminar la necesidad que favorece la tentación. A propósito de utilizar los medios naturales dijo una vez al jesuita Juan Álvarez:

 

…no parece vaya muy sólida ni muy verdadera; es a saber, que usar medios o industrias humanas y aprovecharse o servirse de factores humanos para fines buenos y gratos a nuestro Señor, sea doblar la rodilla ante la imagen de Baal; antes parece que quien no piensa sea bien servirse de ellos y expender, entre otros, este talento que Dios da, reputando como fermento o mixtión no buena la de los tales medios con los superiores de gracia que no ha bien aprendido a ordenar todas las cosas a la gloria divina. Aquel se podría decir que dobla las rodillas a Baal que de tales medios hiciere más caudal y pusiese más esperanza en ellos, que en Dios y sus graciosas y sobrenaturales ayudas; pero quien tiene en Dios el fundamento de toda su esperanza, y para el servicio suyo con solicitud se aprovecha de los dones que Él da, internos y externos, espirituales y corporales, pensando que su virtud infinita obrará con medios o sin ellos todo lo que le pluguiere, pero que esta tal solicitud le place cuando rectamente por su amor se toma, no es esto doblar las rodillas ante Baal, sino ante Dios, reconociéndole como auctor, no solamente de la gracia, pero aun de la natura[15].

 

Encontramos las mismas ideas en la parte X de las Constituciones que especifican: “los medios naturales que disponen el instrumento de Dios nuestro Señor para con los prójimos, ayudarán universalmente para la conservación y aumento de todo este cuerpo, con que se aprendan y ejerciten por sólo el divino servicio, no para confiar en ellos, sino para cooperar a la gracia divina[16]. Sin duda, Ignacio estaba convencido que uno de los medios para la conservación y aumento del cuerpo apostólico era la pobreza y así lo comunicó a los escolares de Padua para que crecieran en esperanza y confianza en Dios, especialmente en una situación en la que estaban sufriendo los efectos de ser pobres. Sus palabras eran éstas:

 

Llamo gracia a la pobreza, porque es un don de Dios especial, como dice la Escritura: «Pobreza y riqueza de Dios proceden» (Ecl 11,14) y siendo tan amada de Dios, cuanto lo muestra su Unigénito, «que, dejando el Trono Real» (Sab 18,15), quiso nacer en pobreza y crecer con ella. Y no sólo la amó en vida, padeciendo hambre, sed, y no teniendo «dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20; Lc 9,58); mas también en la muerte, queriendo ser despojado de sus vestiduras, y que todas sus cosas, hasta el agua en la sed, le faltasen. La Sabiduría, que no puede engañarse, quiso mostrar al mundo, según San Bernardo, cuán preciosa fuese aquella joya de la pobreza, cuyo valor ignoraba el mundo, eligiéndola El, a fin de que aquella su doctrina de «Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3; Lc 6,20) no pareciese disonante con Su Vida. Se muestra de la misma manera cuánto aprecia Dios la pobreza, viendo cómo los escogidos amigos suyos, sobre todo en el Nuevo Testamento, comenzando por Su Santísima Madre y los Apóstoles y siguiendo por todo lo que va de tiempo hasta nosotros, comúnmente fueron pobres, imitando los súbditos a su Rey, los soldados a su Capitán, los miembros a su Cabeza, Cristo[17].

 

En esta parte, podemos observar un progreso frente a un supernaturalismo casi absoluto en los años posteriores a la conversión y notamos una concepción más equilibrada: debemos poner toda nuestra confianza en Dios, pero al mismo tiempo, es menester discernir bien para emplear todos los medios naturales en la forma correcta. Ignacio consideraba dentro de estos «medios “a nuestros bienhechores que eran un don de Dios; eran los «instrumentos», por medio de los cuales Dios daría lo que se necesitaba para cada día. Por esta razón, Ignacio agradeció continuamente a estos bienhechores por el hecho de que pudiera servir a Dios en pobreza, sin la ayuda de parientes o rentas. Podemos afirmar pues, que, de la conciencia de tener su hogar en la Providencia de Dios en toda pobreza, crecía aquella alegría íntima a la que hacen alusión la Prima Instituti Summa y la Bula Regimini militantis Ecclesiae pues la confianza en la Providencia se muestra como una virtud que está vinculada estrechamente con el seguimiento de Jesús similar al de los apóstoles[18].

 

Otro tema de sumo interés en la cuestión de la pobreza está relacionado con el dilema que se presentó en la Orden en el momento de responder a estas preguntas: ¿A quién dar limosna?  ¿A los amigos o parientes?  ¿Todo lo debemos conservar para nosotros? Para ello, Ignacio desarrolló unas reglas en los Ejercicios Espirituales con el título de «En el ministerio de distribuir limosnas»[19]. Como hemos reiterado, no podríamos esperar menos pues fue, bajo todos los aspectos un hombre de su tiempo, y, como tal, recoge la tradición de distribuir limosnas a los pobres. Es conveniente reflexionar sobre lo que manifiesta Guillén, cuando afirma:

 

La tradición espiritual que se vivía en el siglo XVI, apoyada en multitud de textos tanto bíblicos como patrísticos, concedía un lugar destacado a la práctica de la limosna. Desde San Juan Crisóstomo esta práctica era la mejor imagen de la compasión de Dios por el hombre y, al mismo tiempo, la expresión más real de la caridad en un contexto social tan desequilibrado. No es de extrañar, por tanto, que Ignacio de Loyola mostrara, desde Manresa a París el deseo ferviente de “vivir de limosna”; ni tampoco es extraño que después, en Italia, lo transformara en el de seguir pidiendo limosnas «para ayudar a los pobres”. Sin embargo, no parece que fuera este mero sentido ascético o piadoso lo que lo moviera más adelante en torno a 1540, ya a Roma, a escribir estas reglas para su libro de los Ejercicios Espirituales. Empezando por el título, «En el ministerio de distribuir limosnas se deben guardar las reglas siguientes» [20] , y a lo largo de todo su contenido, el referente claro no es la limosna sino el limosnero, es decir, aquel servidor en obispados o abadías encargado de distribuir entre los pobres los bienes eclesiásticos provenientes de rentas o donaciones. En la Italia de los príncipes eclesiásticos y del nepotismo no era desacertado sospechar en sus limosneros, afecciones desordenadas a sus parientes a la hora de distribuir limosnas. El valor universal de este ejemplo concreto pudo escapársele quizá al Directorio 33.34.43 de 1599 que ya recomienda que estas reglas no se den “sino a los que son ricos”, y lo justifica porque estos son los que «suelen o pueden dar limosnas”[21].  Pero no se le escapó ciertamente a Francisco Suarez[22] que consideró válidas para discernir con rectitud cualquier tarea como aplicación de dos principios generales presentadas en el Principio y Fundamento, a saber, que la intención del sujeto sea sólo buscar la mayor gloria divina y que su ánimo se mantenga indiferente con respecto a los medios. Con razón, esto llevó a comprenderlas como algo más que meras “reglas de la caridad”[23].

 

Es, asimismo interesante, darnos cuenta que Ignacio propone cuatro reglas para discernir cómo administrar la limosna en la autenticidad de la caridad. Estas reglas ayudan a purificar las motivaciones de las afecciones desordenadas, para ordenar el amor a la voluntad de Dios. Pone la gloria de Dios y la perfección de la propia, que no es otra cosa que la santidad, como el fin último de la donación[24] . El discernimiento propuesto toca particularmente la limosna cuando se trata de las personas queridas[25] y ofrece un modo concreto de distribuir los recursos materiales según el concepto que Ignacio tenía de la pobreza. Como decía el Padre Kolvenbach “con el objeto de que la espiritualidad ignaciana no se convierta en ideología, sino que permanezca como espiritualidad encarnada gracias a esta armonía ignaciana de ejercicios y de mística, interesa tomar en serio la séptima Regla para distribuir limosnas, que precisamente invita a restringir la ascesis para acercarnos “a nuestro sumo pontífice, dechado y regla nuestra, que es Cristo nuestro Señor”[26] , siendo válido esto para todo género de vida, adaptándolo y teniendo en cuenta la condición y estado de las personas”[27].

 

 

 

 

Abril de 2024.

[1] La primera parte de este trabajo fue publicada en el mes de febrero y la segunda, en el mes de marzo de 2024 en Noticias de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús.

[2] Cf. Barreiro Luaña, Álvaro. (2014). Los misterios de la vida de Cristo. Bilbao-Santander-Madrid: Mensajero-Sal Terrae-Comillas.

[3] Cf. Dortel-Claudot, Michel. (s/f). Mode de vie Niveau de vie et pauvreté de la Compagnie de Jésus. Roma: CIS.

[4] González Magaña, Jaime Emilio. (2002). (2002). “El ‘Taller de Conversión’ de los Ejercicios. Volumen I: Iñigo López de Loyola, ¿Una Historia de Fracasos?” México: SEUIA-ITESO.

[5] Cf. González Magaña, Jaime Emilio. (2018). Del escándalo a la santidad. La juventud de Ignacio de Loyola. Roma: G&B Press.

[6] MHSI. (1919). Monumenta Ignatiana, Exercitia Spiritualia Sancti Ignatii de Loyola et eorum Directoria, Ex Autographis vel ex Antiquioribus Exemplis Collecta, Series Secunda, Vol. 57, Matriti: Typis Successorum Rivadeneyrae, [98]. En adelante: EE.

[7] González Magaña, Jaime Emilio. (2018). Locos por Cristo. El camino hacia la santidad de los tres primeros jesuitas. México: Obra Nacional de la Buena Prensa.

[8] [EE.167].

[9] Carta escrita por Juan Alfonso de Polanco, “por comisión de nuestro en Jesucristo Padre Maestro Ignacio”, en Roma el 6 de agosto de 1547.

 

[10] Cf. Switek, Günter. (1972). “Praedicare in Paupertate”. Estudios sobre el concepto de pobreza según Ignacio de Loyola. Roma: CIS.

[11] Cf. Switek, Günter. (1972). “Praedicare in Paupertate”…, Opus cit.

[12]  2 Cor 6, 10.

[13] Fórmula del Instituto, aprobada y confirmada por el Papa Paulo III mediante Bula «Regimini militantis Ecclesiae», el 27 de septiembre de 1540, n. 4.

[14] Switek, Günter. (1972). “Praedicare in Paupertate”…,Opus cit.

[15] MHSI. MI. Epp. II. Carta al P. Juan Álvarez, escrita en Roma por Juan Alfonso de Polanco, por comisión de Ignacio, el 18 de julio de 1549, 478-484, en especial 461.

[16] MHSI. (1934). Monumenta Ignatiana, Ex Autographis vel ex antiquioribus exemplis collecta. Series tertia, Sancti Ignatii de Loyola Constitutiones Societatis Iesu, Tomus primus. Monumenta Constitutionum praevia, Vol., 63, Romae: Pontificiae Universitatis Gregorianae. X, 1-3. Em adelante: Constituciones.

[17] Carta escrita por Juan Alfonso de Polanco, “por comisión de nuestro en Jesucristo Padre Maestro Ignacio”, en Roma el 6 de agosto de 1547.

[18] Cf. Switek, Günter. (1972). “Praedicare in Paupertate”…,Opus cit.

[19] [ES 337- 344].

[20] [ES 337].

[21] Directorio Oficial de 1599,  33,34,43, 270.

[22] De religión Societatis Iesu,  de 1609.

[23] Guillén, Antonio T. Reglas “Distribuir limosnas”. En: Grupo de Espiritualidad Ignaciana (2007). Diccionario de Espiritualidad Ignaciana. Bilbao-Santander: Mensajero-Sal  Terrae, 1550-1551.

[24] EE [ 339].

[25] EE [338-341].

[26] EE [344]

[27] Kolvenbach, Peter Hans. (2007). Selección de escritos del P. Peter-Hans Kolvenbach. 1991-2007. Madrid: Curia del Provincial de España.

Compartir: