La confesión y la dirección espiritual vividas en una iglesia santa y pecadora

Ene 10, 2025 | Noticias

—Jaime Emilio González Magaña, S.J.

El sacerdote está llamado a profundizar en la certeza y a vivir con la convicción de que el Sacramento de la Reconciliación, junto con la celebración de la Eucaristía, está en el centro de nuestro ministerio y que es nuestra tarea convertirnos en auténticos testigos de lo que celebramos cuando somos nosotros, en primer lugar, los que necesitamos ser perdonados y reconciliados con el Señor[1]. Todos los sacerdotes, destinados a actuar in persona Christi capitis, existen y trabajan para anunciar el Evangelio, para edificar la Iglesia. Porque, como afirma San Juan Pablo II: «En la medida en que representa a Cristo cabeza, pastor y esposo de la Iglesia, el sacerdote está no sólo en la Iglesia, sino también ante la Iglesia»[2]. Pero, no cabe duda de que, el camino de conversión debe hacerse en la Iglesia y al servicio de la Iglesia, no de forma aislada o individualista. De lo contrario, nunca formaremos parte de la única Iglesia y no podremos construir ni la comunión ni la fraternidad. A propósito, Moraglia manifiesta lo siguiente:

 

Esta referencia a la identidad del sacerdote ordenado que, con una imagen espacial, se ve en la Iglesia y ante la Iglesia, permite fundamentar, con rigor, su espiritualidad, vinculándola, directamente, a la realidad misma del sacramento. Por tanto, el punto de perspectiva adecuado para reflexionar sobre la espiritualidad sacerdotal es considerar cómo el sacerdote ordenado está en la Iglesia -es decir, dentro de la Iglesia- y, al mismo tiempo, ante la Iglesia -es decir, en relación con la Iglesia-. Si la característica específica del sacerdote, en virtud del sacramento del orden, es estar en la Iglesia y ante la Iglesia, entonces todo lo que concierne a la espiritualidad y santidad de su vida y ministerio debe ser considerado a partir, exactamente, de su estar, al mismo tiempo, en y ante la Iglesia. El ministerio, sin embargo, no debe considerarse como algo externo, sino que pertenece íntimamente al sacerdote y se caracteriza por la vocación que requiere el ejercicio fiel de este ministerio. De este modo, no sólo no le es externo, sino que le pertenece de modo estructural y le perfecciona intrínsecamente en virtud del sacramento que le ha sido dado. San Agustín -en el Sermón 340- explica la realidad teológica y espiritual del sacerdote a partir de su ser simultáneo en la Iglesia y ante la Iglesia: «Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano… Me consuela más el pensar que he sido redimido con vosotros que el hecho de haber sido puesto ante vosotros». Siguiendo, pues, el mandato del Señor, de estar aún más plenamente a vuestro servicio… Ayudadnos con vuestra oración y obediencia, para que encontremos nuestra alegría no tanto en ser vuestros jefes como en ser vuestros útiles servidores[3]. Precisamente mediante las acciones sagradas y el ejercicio personal del ministerio, en unión con los hermanos y bajo la guía del obispo -del que el sacerdocio de segundo grado es una prolongación-, el presbítero se dispone a la consecución de la perfección de la vida. Así, mientras ejerce el ministerio sacerdotal y realiza sus actos propios, a ejemplo de Cristo, el presbítero ordenado alcanza la unidad de vida y, con la ayuda de la gracia, la perfección y la santidad. La unidad de vida es el resultado, que no puede darse por descontado, del vínculo armónico entre la vida espiritual y el ministerio pastoral del sacerdote. Para lograr esta unidad de vida, hay que referirse al concepto de caridad pastoral[4] .

Sabemos bien que desde el Concilio Vaticano II, en nuestros días, se ha producido un gran cambio en la relación de muchos cristianos con la Iglesia, lo que hace necesario revisar y analizar diferentes perspectivas. Es evidente que la cultura globalizada, ha introducido cambios particularmente significativos en la economía, la política, la ciencia, la informática, los medios de comunicación, y también, en el comportamiento religioso, especialmente en lo que se refiere a su institucionalización. Hoy, todas las instituciones son cuestionadas porque -dicen algunos- son expresiones de épocas pasadas. Con todas las instituciones puestas a examen (la familia, el matrimonio, la educación, el sacerdocio), no es de extrañar que la Iglesia suscite hoy menos interés. Muchos buscan una religión personal, interior, yo diría individualista y, por tanto, pretenden vivir una espiritualidad que no se encarna en el cuerpo de una institución. No sólo se pone en cuarentena el derecho canónico, los rituales, las costumbres, la moral sexual o la bioética, sino que la propia Iglesia está bajo sospecha o no despierta interés. También produce desconfianza en muchas personas, quizá porque no la conocen bien o porque ya han decidido que no sirve a sus intereses particulares. En este sentido, hay que recordar que, con el auge de la antropología, la pedagogía y, sobre todo, la psicología, se pensó que no era necesario, y mucho menos obligatorio, en el caso de seminaristas y religiosos en formación, recurrir a un director espiritual.

 

Por otra parte, cada vez menos sacerdotes se preparaban para ejercer este ministerio, bien por el loable deseo de dedicarse a la pastoral directa entre los pobres y marginados, bien porque se pensaba que era una actividad que fomentaba el individualismo, la dependencia malsana de los demás, o simplemente porque no era una práctica que diera cierto «prestigio». La práctica cayó en desuso -hay que decirlo- también por la inadecuada formación de quienes prestaban este servicio. La obligación de llamar a un sacerdote poco formado o que había recibido esta misión por imposición de los superiores en las casas de formación, prestaba un mal servicio. Mientras que en el pasado estaba bien visto tener un director espiritual, hasta hace poco, los que lo tenían eran mal vistos, o al menos considerados débiles y dependientes de otro. El término «director» fue muy criticado, ya que para algunos era sinónimo de atentado contra la libertad y el derecho a tomar las propias decisiones, etc. Mucho más grave, sin embargo, era la indiscreción de algunos sacerdotes que intervenían en los escrutinios o en las reuniones de toma de decisiones sobre la admisión a las órdenes sagradas. No sólo hubo poca prudencia, sino que aún más graves fueron algunos casos de infidelidad al secreto que debían guardar los directores espirituales. Esta situación llevó a muchos a apartarse e incluso a negarse -con razón- a abrir su corazón y su vida a un cohermano.

 

En muchos casos, esta práctica fundamental fue simplemente observada -casi tolerada- en las casas de formación, pero sin hacer nada para cambiar la situación. La crisis se ha agravado aún más por el profundo cambio de época que estamos viviendo, por el desarrollo acelerado de una nueva visión del hombre, del mundo y de Dios. Hoy, esta visión del mundo ha cambiado gracias a los avances del conocimiento científico y humanístico: en filosofía, psicología, sociología, bioética, antropología, economía, psiquiatría, informática y, por supuesto, teología. La visión del mundo y del hombre es considerablemente más compleja y «plural». Nos enfrentamos a un mundo globalizado con todos sus aspectos negativos, pero también con la enorme oportunidad de explotar su potencial. El mundo actual es diverso, la humanidad se mueve por el mundo de forma totalmente natural. El intercambio entre culturas es enorme y se fomenta la diversidad. Los conflictos y las tensiones son diversos y, en consecuencia, la visión de la humanidad es mucho más complicada. Aunque se sepa mucho más, las dimensiones del ser humano no pueden reducirse a una visión simplista e indiferente del mundo y del hombre, que pudo funcionar en el pasado, cuando la pertenencia a una sociedad cristiana indicaba la totalidad de la persona.

 

A todo esto, hay que añadir la conciencia de una extraña paradoja: por una parte, todo parece indicar que el hombre no necesita a Dios y, por otra, es evidente su sed de interioridad, de diálogo y de vida espiritual profunda. Muchos han tenido que buscar el sentido de su vida y la respuesta a sus inquietudes en otras religiones o en teorías que ofrecen una desconcertante pluralidad de posibles normas de vida. De hecho, según Graton: «a la luz del continuo e insistente progreso de la conciencia humana, se hace cada vez más necesario un método integral de vida y de dirección, con fundamentos que incluyan los descubrimientos psicológicos, sociológicos, socioeconómicos y antropológicos que se ofrecen diariamente a toda persona que busca dirección espiritual para su vida. Ya no se trata de una espiritualidad que se separa del mundo y de los demás en un ámbito aislado de pura interioridad»[5] . Entonces, ¿cómo podemos experimentar y aceptar un proceso de conversión y de camino hacia la santidad con la ayuda del sacramento de la Reconciliación y del ministerio de la dirección espiritual? ¿Cómo confiar nuestra interioridad si no abrigamos un auténtico sentido de pertenencia a una Iglesia seriamente cuestionada en nuestros días? ¿Cómo podemos confiar nuestra vida espiritual a sacerdotes que, en nuestra opinión, son -somos- pecadores y no dan un verdadero testimonio de fidelidad y amor a la Iglesia? El Papa Francisco nos ayuda a reflexionar cuando afirma:

 

Para responder a la pregunta quisiera guiarme por un pasaje de la Carta de San Pablo a los cristianos de Éfeso. El Apóstol, tomando como ejemplo las relaciones familiares, afirma que «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla» (5,25-26). Cristo amó a la Iglesia, entregándose por entero en la cruz. Y esto significa que la Iglesia es santa porque procede de Dios que es santo, le es fiel y no la abandona en poder de la muerte y del mal (cf. Mt 16, 18); es santa porque Jesucristo, el Santo de Dios (cf. Mc 1, 24), está indisolublemente unido a ella (cf. Mt 28, 20); es santa porque está guiada por el Espíritu Santo que purifica, transforma, renueva. No es santa por nuestros méritos, sino porque Dios la hace santa, es fruto del Espíritu Santo y de sus dones. No somos nosotros los que la hacemos santa. Es Dios, el Espíritu Santo, quien en su amor hace santa a la Iglesia.  Me diréis: pero la Iglesia está hecha de pecadores, lo vemos todos los días. Y es verdad: somos una Iglesia de pecadores; y nosotros, pecadores, estamos llamados a dejarnos transformar, renovar, santificar por Dios. Ha habido en la historia la tentación de algunos que decían: la Iglesia es sólo la Iglesia de los puros, de los que son totalmente coherentes, y hay que quitar a los demás. ¡Esto no es verdad! Es una herejía. La Iglesia, que es santa, no rechaza a los pecadores; no nos rechaza a todos; no rechaza porque llama a todos, los acoge, está abierta incluso a los más alejados, llama a todos a dejarse envolver por la misericordia, la ternura y el perdón del Padre, que ofrece a todos la posibilidad de encontrarlo, de caminar hacia la santidad. «¡Mah! Padre, soy un pecador, tengo grandes pecados, ¿cómo puedo sentirme parte de la Iglesia?». Querido hermano, querida hermana, esto es precisamente lo que desea el Señor; que le digáis: «Señor estoy aquí, con mis pecados». ¿Alguno de vosotros está aquí sin sus pecados? ¿Alguno de vosotros? Nadie, ninguno de nosotros. Todos llevamos nuestros pecados con nosotros. Pero el Señor quiere oírnos decirle: «¡Perdóname, ayúdame a caminar, transforma mi corazón!». Y el Señor puede transformar el corazón. En la Iglesia, el Dios que encontramos no es un juez despiadado, sino que es como el Padre de la parábola evangélica. Tú puedes ser como el hijo que se ha ido de casa, que ha llegado al fondo del alejamiento de Dios. Cuando tengas la fuerza de decir: quiero volver a casa, encontrarás la puerta abierta, Dios sale a tu encuentro porque siempre te espera, Dios siempre te espera, Dios te abraza, te besa y lo celebra. Así es el Señor, así es la ternura de nuestro Padre celestial. El Señor quiere que formemos parte de una Iglesia que sabe abrir los brazos para acoger a todos, que no es la casa de unos pocos, sino la casa de todos, donde todos pueden ser renovados, transformados, santificados por su amor, los más fuertes y los más débiles, los pecadores, los indiferentes, los que se sienten desanimados y perdidos. La Iglesia ofrece a todos la posibilidad de recorrer el camino de la santidad, que es el camino del cristiano: nos hace encontrar a Jesucristo en los Sacramentos, especialmente en la Confesión y en la Eucaristía; nos comunica la Palabra de Dios; nos hace vivir en la caridad, en el amor de Dios a todos. Preguntémonos, pues: ¿nos dejamos santificar? ¿Somos una Iglesia que llama y acoge a los pecadores con los brazos abiertos, que da valor, esperanza, o somos una Iglesia cerrada en sí misma? ¿Somos una Iglesia en la que vivimos el amor de Dios, en la que nos cuidamos unos a otros, en la que rezamos unos por otros?[6]

 

Por otra parte, vemos, sobre todo en los países más ricos -pero también en muchos pobres-, que ha aumentado el número de quienes, aun confesándose creyentes y cristianos, dicen haber perdido el sentido de pertenencia a la Iglesia. Se han alejado de la Iglesia y han dejado de tenerla como punto de referencia a la hora de regular su conducta. Celosos de su libertad, los hombres y mujeres de nuestro tiempo no aceptan que la formación de la conciencia pueda significar una disminución de su responsabilidad. Por eso, hoy es importante tomar conciencia de que es necesario reflexionar sobre nuestro sentimiento de formar parte de la única Iglesia y, para ello, es fundamental dejarse ayudar por el discernimiento y el acompañamiento espiritual, que en nada desvirtúa el arduo uso de la libertad. En mi opinión, las «Reglas para el verdadero sentir que debemos tener en la Iglesia militante«[7] pueden ayudarnos en esta tarea. Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola serían en parte inútiles si este último documento presentara una Iglesia que aniquila la conciencia.

 

En este contexto, la experiencia de San Ignacio de Loyola, que vivió tiempos turbulentos y difíciles en el siglo XVI, en plena Reforma de Martín Lutero y la discusión sobre el humanismo cristiano proclamada por Erasmo de Rotterdam, es muy iluminadora y rica para ayudarnos a cumplir nuestra misión como cristianos y especialmente como sacerdotes en nuestra misión de acompañar a las personas en un camino de crecimiento espiritual y, ciertamente, de conversión. La vida y la obra de San Ignacio de Loyola nos ayudarán a abordar estas cuestiones y a comprender la riqueza potencial de las tensiones a las que nos enfrentamos hoy en la Iglesia. Sin embargo, merece la pena señalar que mientras en tiempos de Ignacio se cuestionaban e incluso se negaban los sacramentos de la Eucaristía, la Reconciliación, el Orden Sacerdotal y, ciertamente, las devociones, los votos religiosos y las indulgencias, hoy existen conflictos con las visiones éticas, la doctrina social o económica y, especialmente, con las enseñanzas sobre la moral sexual, la obediencia a la institución y al Magisterio del Papa y de los Obispos. La revisión histórica también ha criticado duramente a la Iglesia por su comportamiento frente a las ciencias. Esta situación afecta no sólo a los sacerdotes, sino a todos los cristianos y, en particular, a los laicos, a quienes se pide un compromiso maduro y una fidelidad adulta a la Iglesia.

 

Los Ejercicios espirituales subrayan que Dios «se hizo hombre para salvar al género humano»[8] . Por tanto, nuestro seguimiento de Cristo y nuestro modo de vivirlo según nuestra espiritualidad, debe encarnarse particularmente en «cualquier estado de vida que Dios nuestro Señor nos dé a elegir»[9] . Y debe vivirse en unión con la Esposa de su Hijo, la Iglesia, a través de la cual Él nos gobierna para la salud de nuestras almas[10]. En efecto, independientemente de nuestra espiritualidad y vocación personal, estamos llamados a la sequela Christi y a hacer todas las cosas sólo para la mayor gloria de Dios. Este «mayor servicio» nuestro debe concretarse en la relación entre Cristo y la Iglesia, pues «debemos estar preparados y dispuestos a obedecer en todo a la verdadera esposa de Cristo nuestro Señor, que es nuestra santa Madre Iglesia Jerárquica»[11] .

 

El amor a Cristo exige su expresión en un verdadero amor a la Iglesia y debe manifestarse en actos concretos. Este amor no puede vivirse independientemente o al margen de la Iglesia, porque no se trata de que sea una Iglesia eficaz y razonable[12], sino de darse cuenta de que, como todos los demás dones, la Iglesia desciende del cielo, de lo alto, y está esencialmente vinculada al misterio de la encarnación de Cristo, Hijo de Dios, y al don total de sí mismo. En su descripción del pueblo de Dios en estas reglas, San Ignacio no considera al pueblo como perfecto y sin mancha, sino que se refiere al daño causado por la murmuración de los que calumnian o los que hablan mal del Papa, de los obispos, o los que fomentan la división en el presbiterio, basándose en ideologías, que tanto daño han hecho y que ya deberían estar superadas. Hoy diríamos que son los escándalos, no sólo sexuales, sino a nuestra mala conducta y mediocridad en el modo de vivir nuestro ministerio sacerdotal y religioso. Al abandono de las buenas obras y de otros medios de salvación, a la pérdida del celo apostólico, a la confusión de la caridad pastoral con el activismo frenético, y a un juicio pesimista de la vida que lleva a la pérdida de la fe y de la esperanza[13] .

 

Nuestra falta de testimonio nos lleva a la tentación de olvidar que la Iglesia está formada por todos -hombres y mujeres, fuertes y débiles, santos y pecadores- y, sin embargo, todos, independientemente de nuestra vocación personal, estamos llamados por Dios a manifestar nuestra fe en la Iglesia, Esposa de Cristo, Madre nuestra siempre iluminada por el Espíritu Santo[14]. Esta es ‘nuestra Santa Madre la Iglesia jerárquica’[15], que algunos traductores denominan también «ortodoxa y católica». Cuando San Ignacio de Loyola la llama ‘Iglesia Jerárquica’, no quiere referirse sólo a Papas, Obispos, clero o clérigos, sino que subraya que se refiere a la Iglesia como mediación de comunión, diálogo y auténtica fraternidad, según el modo de expresar la fe de cada uno de acuerdo con su vocación personal[16] . Cada uno de nosotros -laicos, sacerdotes, religiosos y religiosas- ejerce su propia responsabilidad en la obra de la salvación. Cada uno de nosotros debe considerar que su misión y vocación personales se viven en medio de la Iglesia, que tiene un cuerpo con cabeza y miembros, y cada parte realiza su propia misión, según la voluntad que Dios tiene para cada uno de nosotros. Como afirma San Pablo:

 

Porque, así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, aunque muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo. Porque todos fuimos bautizados por un mismo Espíritu en un solo cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y todos fuimos apagados por un mismo Espíritu. Porque el cuerpo no se compone de un solo miembro, sino de muchos miembros. Si el pie dijera: ‘Puesto que no soy mano, no pertenezco al cuerpo’, no formaría parte del cuerpo. Y si la oreja dijera: Como no soy ojo, no pertenezco al cuerpo, no por eso dejaría de ser parte del cuerpo. Si todo el cuerpo fuera ojo, ¿dónde estaría el oído? Si todo fuera oído, ¿dónde estaría el sentido del olfato? Ahora bien, Dios ha dispuesto los miembros del cuerpo distintamente, según su voluntad. Si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? En cambio, muchos son los miembros, pero uno es el cuerpo. El ojo no puede decir a la mano: «No te necesito», ni la cabeza a los pies: «No te necesito». Por el contrario, los mismos miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más necesarios; y las partes del cuerpo que consideramos menos honorables las rodeamos de mayor respeto, y las que son indecorosas las tratamos con mayor decencia, mientras que las decentes no tienen necesidad de ellas. Pero Dios ha dispuesto el cuerpo dando mayor honor al que no lo tiene, para que en el cuerpo no haya división, sino que los diversos miembros se cuiden mutuamente. Por eso, si un miembro sufre, todos los miembros sufren juntos, y si un miembro recibe honra, todos los miembros se alegran con él»[17] .

 

Todos somos el mismo pueblo de Dios y, como tal, no podemos ignorar que nos afecta lo que sufra la jerarquía eclesiástica o el resto de sus miembros: Que nos afecta su expresión carismática, su disciplina canónica, y que nuestro amor y obediencia no dependen ni de su santidad ni de su condición pecadora, porque, ante todo, nuestra santa Madre Iglesia es fuente de vida y nuestra actitud hacia ella es de fe, que nos permite ver más allá de lo inmediato con una sentida sensibilidad para apreciar lo que es verdadero y justo. El sacramento de la Reconciliación y el ministerio de la dirección espiritual deben celebrarse en sintonía con «nuestra santa Madre la Iglesia jerárquica»[18] . Nuestro sentido de pertenencia y el amor que estamos llamados a difundir por la Iglesia deben ser fervorosos, pues ¿cómo podemos amar más intensamente al Señor y distinguirnos en su servicio total si somos tibios, escépticos y críticos con su Esposa? Hoy, de manera muy especial, debemos esforzarnos por fortalecer nuestra fe con sentido eclesial, sin escisiones que pretendan basarse en una visión aislada e ideologizada, sobre todo cuando se trata de la obediencia al Vicario de Cristo en la tierra. Nuestra falta de respeto y, a veces, nuestra desobediencia o superficialidad en la crítica, son causa de desánimo e incluso de desesperación para quienes están dispuestos a sufrir por la Iglesia, pero se alejan de ella por nuestra falta de testimonio. No quieren aceptar el sufrimiento que les causa y por eso se apartan de ella.

 

Nuestro amor y fidelidad a la Iglesia deben ser los mismos, independientemente de que, entre sus miembros, muy a menudo, haya algunos que ocupan altos cargos y cuyas acciones no son loables o que incluso podrían considerarse culpables de mala conducta[19].  No podemos, ni debemos, limitarnos a señalar los aspectos negativos. Estamos llamados a creer en un futuro en el que los que vengan después de nosotros continuarán la misma misión de buscar la salvación. Una búsqueda orante de una actitud positiva hacia la Iglesia, partiendo de la base de que su santidad no se encuentra entre quienes viven en una presunta perfección del pasado, sino que se manifiesta en la confianza de un nuevo comienzo, a menudo frágil y pequeño, pero no ilusorio. Podemos señalar la renovación litúrgica, los nuevos descubrimientos de la Sagrada Escritura, el surgimiento de nuevos movimientos eclesiales, el ecumenismo, el diálogo interreligioso, la opción preferencial por los pobres, la promoción del laicado y los sínodos que enriquecen cada vez más a la Iglesia. Todo ello constituye nuevas promesas de crecimiento «dulce, ligero y suave», «como una gota de agua que entra en una esponja»[20] . No se trata de ser falsa o artificialmente optimistas sobre la Iglesia, porque está claro que hay mucho que alabar y mucho de lo que alegrarse si abrimos los ojos a la realidad pascual, a todo el misterio de nuestra Madre Iglesia.

[1] Este material fue expuesto en el Curso “FORJANDO UNA NUEVA HUMANIDAD EN CRISTO: La confesión sacramental y la dirección espiritual como medios de reconciliación y transfiguración”, impartido del 15 al 18 de julio de 2024 en Cuautitlán Izcalli, Estado de México, en la Sede Casa Lago de la Conferencia del Episcopado Mexicano.

[2] Juan Pablo II. Exortación Apostólica Pastores dabo vobis, 25 marzo 1992, 16.

[3] San Agustín, Discurso 340, 1PL38, 1483-1484.

[4] Moraglia, Francesco. Per una spiritualità del ministero. Comunicazione al Convegno «Fedeltà di Cristo, fedeltà del Sacerdote», giovedì 11 e venerdì 12 marzo 2010. Cf. Congregazione per il clero, Il sacerdote ministro della misericordia divina. Opus cit., 43.

[5] GRATON, C. “Direzione spirituale”. (2003). En: Nuovo Dizionario di Spiritualità, (a cura de Downey. M. – BORRIELLO, L.). Città del Vaticano: Libreria Editrice Vaticana, 237.  

[6] Papa Francisco. Audiencia general, miércoles, 2 octubre 2013.

[7] Loyola, Ignazio di. Regole per il vero sentimento che dobbiamo avere nella Chiesa militante». Esercizi Spirituali [352-370]. Cf. Kolvenbach, Peter-Hans. “Pensar con la Iglesia después del Vaticano II”. Revista de Espiritualidad Ignaciana, Numero 105, 5 marzo 2004.  Montes, Fernando. “Reglas para sentirse Iglesia. Comentario a las Reglas de San Ignacio y a su significado para el discernimiento del laico en la Iglesia Actual”. Cuadernos de Espiritualidad de Chile, N° 130, 2013. Lombardi, Federico. Le regole per avere l’autentico sentire nella Chiesa militante. In: Grummer, James E. (Ed). (2019). Leggi di libertà. Il discernimento secondo le regole di Sant’Ignazio. Roma: G&B Press, 101-136. “Le regole per avere l’autentico sentire nella Chiesa militante”. In: Ignaziana 25 (2018), 43-68. AA.VV. 1983). Sentire cum Ecclesia: historia, desafío actual, pedagogía. Roma: CIS. Corella, Jesús. (1988). Sentir la Iglesia. Comentario a las reglas ignacianas para el sentido verdadero de Iglesia. Bilbao-Santander: Mensajero-Sal Terrae, 111-189. Fessard, Gaston. (1956 e 1966). Le dialectique des Esercices Spirituels de Saint Ignace de Loyola. 2 vol. Paris:Aubier. Coll. Théologie vol. 35 e 66. (Cf. vol. 2, 159-253). Ganss, George. (1973). “St. Ignatius’s Rules for thinking with the Church”. The Way Supplement 20, 72-82.

[8] Ejercicios Espirituales [102].

[9] Ejercicios Espirituales [135, 2].

[10] Ejercicios Espirituales [365, 2].

[11] Ejercicios Espirituales [353].

[12] Ejercicios Espirituales [237].

[13] Ejercicios Espirituales [367].

[14] Ejercicios Espirituales [365].

[15] Ejercicios Espirituales [353].

[16]Ejercicios Espirituales [189].

 

[17] Cfr. 1 Cor 12,18-26.

[18] Ejercicios Espirituales [170, 2].

[19] Ejercicios Espirituales [362, 2, 4].

[20] Ejercicios Espirituales [335,1].

[20] Ejercicios Espirituales [335,1].

 

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