Primero en suma pobreza espiritual y no menos en la pobreza actual
—Jaime Emilio González Magaña, S.J.
Introducción
El objetivo fundamental de estas notas, que se presentará en varias entregas[1], es hacer un esfuerzo por comprender cuál es la idea central que está a la base de la concepción espiritual que Ignacio de Loyola tenía sobre la pobreza y que fue, en primer lugar, la guía de su actuar. En segundo término, nos interesa precisar qué fue lo que orientó la legislación en esta materia de la naciente Compañía de Jesús como una orden apostólica diferente a las existentes en el siglo XVI. Un primer dato interesante es que no encontramos una definición de lo que Ignacio, los primeros compañeros y los jesuitas de la primera generación entendían por “pobreza”. Y esto, de ningún modo quiere decir que no hayan tenido ningún interés teológico o el deseo de definir sistemáticamente lo que buscaban, sino que, como hombres de su tiempo, y resultado de una época histórica, cultural, socio política y religiosa concreta, trataron de adaptarse a lo que vivían en aquel período. Ignacio no pretendió fundar una nueva escuela de espiritualidad cristiana; “únicamente” nos transmitió su experiencia de Dios. Tampoco intentó demostrar que su conversión había tenido lugar de una vez y para siempre, como si hubiese sido algo mágico y alejado de toda realidad creíble. En otros trabajos, he intentado analizar lo que, en mi opinión, vivió en diversas etapas de su conversión y que pudiéramos sintetizar del siguiente modo: a). Novel caballero en Loyola; b). Gentilhombre en la Corte Castellana de Arévalo; c). Aprendiz de diplomático y soldado temerario en Nájera; d). Caballero a lo divino, nuevamente en Loyola; e). La apertura a la voluntad de Dios, en Manresa; f). La conversión a los estudios en Barcelona, Alcalá de Henares, Salamanca y París y, finalmente; g). Sacerdote y fundador de una nueva orden religiosa, en Roma[2]. Ni siquiera fueron los primeros compañeros quienes sistematizaron las ideas de Ignacio de Loyola; éstos fueron los jesuitas de la primera generación y, de modo muy especial Juan Alfonso de Polanco en el proceso de estructuración de las Constituciones y Jerónimo Nadal en la “declaración” de las mismas, como resultado de la expansión y adaptación de la Orden en las regiones a las que era llamada. Polanco, junto a Ignacio en Roma y Nadal, visitando las comunidades de la naciente Compañía, permitieron que la experiencia ignaciana fuese compartida, sobre todo, a partir de la riqueza teológica de los Ejercicios Espirituales y el modo concreto en que el “modo nuestro de proceder” se fue haciendo experiencia y vida en las misiones apostólicas recibidas de la Iglesia por medio del Sumo Pontífice. Encontramos otro elemento central en la experiencia personal e íntima del Diario Espiritual por el que conocemos las manifestaciones de un gran místico, semejante pero diverso y complementario a Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, los otros dos grandes místicos españoles del siglo XVI.
El ideal de la pobreza, del mismo modo que la espiritualidad ignaciana, está íntimamente relacionado con la tradición de la Iglesia y la realidad de la sociedad europea, en general, y española en concreto, de la época en la que vivió y se formó Ignacio como un hombre perfectamente encarnado en su tiempo y en su historia. La idea que él tenía de la pobreza no era nueva, sobre todo si tenemos en cuenta que, si bien, estaba inmerso en su mundo, no sufrió sus efectos en los primeros treinta años de su vida. Fue después de su conversión y, de un modo decisivo, después de que “se dejó tocar por Dios” y “tocó a Dios”, cuando este tema pasó a formar parte de su historia y, poco a poco, comenzó a ser parte de su discernimiento para vivir mejor su configuración e identificación con Jesucristo y su seguimiento en la construcción del Reino de Dios. Intentaremos, por lo tanto, presentar algunos elementos fundamentales de lo que pudiéramos llamar la “pobreza ignaciana” y cuáles son sus formas más evidentes. Otras preguntas que están a la base de nuestra reflexión son: ¿Ignacio era consciente de la crisis que vivía la “pobreza evangélica”? ¿Conocía los intentos para definir las reformas de la pobreza que buscaban algunas órdenes religiosas en un marco eclesial más amplio del siglo XVI en España y en Europa? Es necesario indicar, además, que el tema merece ser abordado mucho más profundamente pues, desde nuestro punto de vista, el olvido o descuido de la importancia de este argumento podría favorecer un enfoque parcial o ideologizado que lo alejarían de su propósito capital en los orígenes de la naciente Compañía de Jesús.
1. El ideal de “la pobreza ignaciana”.
1.1 La crisis de la pobreza evangélica.
Es fundamental entender que Ignacio no tuvo contacto con la pobreza real sino después del inicio de su conversión y, de un modo concreto, en el hospital de Santa Lucía, en Manresa. Si bien es cierto que, en Italia, Francia y Alemania, la pobreza estaba íntimamente relacionada con la crisis de fe, en España no sucedía lo mismo, debido fundamentalmente a los esfuerzos de reforma humanista iniciados por Francisco Jiménez de Cisneros, Cardenal y, en algún período, Regente de los Reinos de Castilla y Aragón y su decisión de fundar la Universidad de Alcalá de Henares. La juventud de Íñigo López de Oñaz y Loyola fue como la de cualquier otro aprendiz de escudero de la Orden Militar de los Caballeros de la Banda y su amor por la simbólica litúrgica y devocional en la que la Iglesia tenía un rol decisivo, pero nada más. Un antecedente importante es la constatación de una Iglesia rica que conoció en su estancia de once años en el fasto de la Corte Castellana de Arévalo. Se dio una relación casi simbiótica entre el lujo y los escándalos del Rey Fernando y su nueva esposa, la princesa francesa Doña Germana de Foix y el ambiente de disciplina y amor devocional de Don Juan Velázquez de Cuéllar y su esposa Doña María de Velasco al recuerdo de la católica y muy bien amada Reina Isabel, muerta en 1504. Hubo, además, un contacto con la espiritualidad franciscana que se practicaba en palacio, gracias a la presencia de Doña María de Guevara, la madre de Doña María de Velasco. El clero era rico y su fortuna crecía, sobre todo, por los testamentos píos de quienes dejaban sus bienes y fortunas a la Iglesia o la nefasta costumbre de “vender” los sacramentos -especialmente la Misa-, las indulgencias y el cobro por “ayudar a bien morir” para evitar el purgatorio o el infierno. Esto fue tan escandaloso que, en 1523 las Cortes pidieron al Rey-Emperador Carlos I de España, V de Alemania, que tomara medidas serias para evitar que la mayor parte de las tierras cayeran en manos de la Iglesia. Las diócesis españolas envidiaban la riqueza y los lujos con los que vivían los Papas del Renacimiento, en Roma, y trataban de copiarlos. Había una grande ambición por unir la política con la religión y, por lo tanto, se buscaba continuar con las prácticas de Calixto III y Sixto IV que habían proveído de ricas prebendas eclesiásticas a favoritos y parientes. Asimismo, las diócesis españolas estaban en manos de extranjeros por lo que basta mencionar que Pamplona, entre 1491 y 1537, había estado en manos de cinco cardenales italianos, quienes ni siquiera eran residentes, sino que usaban un “obispo de anillo” para ejecutar sus órdenes. El bajo clero no era menos ambicioso, especialmente si tenemos en cuenta que, debido a la Ley del Mayorazgo, muchos segundones, que no tenían ninguna posibilidad de acceder a la fortuna familiar, aspiraban a “hacer carrera” en la Iglesia y por lo tanto, no se destacaban por su celo pastoral sino por hacerse ricos, a costa de lo que fuera, incluso eliminar al párroco para quedarse con las rentas de la parroquia como fue el caso de Pero López de Loyola, hermano de Ignacio, quien asesinó a Don Juan de Anchieta y despojó a su hermana de su fortuna y sus derechos, en Azpeitia.
La crisis de la pobreza fue muy evidente en las órdenes religiosas de la época pues era escandalosa la riqueza de monasterios, por ejemplo, las Abadías de los Benedictinos y Cistercienses, a causa de los abades comendatarios que consideraban sus monasterios como objetos económicos que recibían herencias y donaciones y cuyos beneficios eran repartidos entre el abad, el prior, el mayordomo y otros administradores del monasterio. Obviamente esto fue la ruina de la vida espiritual pues muchos entraban en la vida religiosa, solamente para asegurar su comida y su bienestar, sin interesarse por la salvación personal o la de sus semejantes. También las órdenes mendicantes sufrieron este deterioro pues, por ejemplo, los franciscanos habían olvidado la austeridad primitiva de la Regla de San Francisco de Asís por las “declaraciones papales” que les otorgaban grandes privilegios. Del mismo modo, a la Orden de Santo Domingo, le habían concedido el privilegio de recibir grandes donaciones, terrenos, entradas anuales fijas y, la posibilidad de cobrar los estipendios por la celebración de Misas, especialmente de difuntos o las que ofrecían por las ánimas del purgatorio[3].
1.2 Influjo de la espiritualidad franciscana.
Sabemos que Íñigo López de Oñaz y Loyola tuvo contacto con la espiritualidad de San Francisco de Asís por diversas formas. Aun cuando no existían muchos conventos franciscanos en las Provincias Vascas, había uno en Bermeo, Vizcaya, fundado en el siglo XIV; más tarde, se fundaron otros en el siglo XV y Juan Pérez de Licona, tío de Íñigo, fundó el de San Francisco de Sassiola, de franciscanos observantes, en Guipúzcoa. En Aránzazu, estaba el Santuario de la Madre de Dios que era el centro de peregrinaciones de los vascos y ahí se habían establecido los franciscanos observantes en 1524. Hasta el siglo XVI, no había conventos de mujeres, excepción hecha de las agustinas en San Sebastián, pero el número de las “beatas” era notable; al principio, vivían solas pero, poco a poco se fueron juntando entre ellas y terminaron por fundar conventos bajo la regla franciscana, dominicana o mercedaria. Conviene destacar los de Oñate, en 1500, Mondragón, en 1509, Vergara en 1513 y Segura en 1519. Los franciscanos eran muy respetados por el estamento de los “parientes mayores” de los Oñaz y Loyola. Seguramente Íñigo sabía algo de Doña María López de Emparán y Loyola, su prima, quien ingresó en la Tercera Orden, e hizo su profesión en 1504 en la pequeña iglesia de San Pedro de Elormendi[4].
En la Corte Castellana de Arévalo, Íñigo recibió el influjo franciscano a través de Doña María de Guevara, la suegra de su protector Don Juan Velázquez de Cuéllar. La Reina Doña Germana de Foix era partidaria de los lujos y una vida disipada, en todos los sentidos, al punto de que era conocida como la “Reina pinguis et bene pota” y llegó a influenciar en este sentido a Doña María de Velasco. Doña María de Guevara, por su parte, era terciaria franciscana en el hospital de San Miguel, donde, con algunas compañeras, seguía una vida de oración y de servicio a los pobres. Hacia 1510 la pequeña comunidad se transformó en un convento de clarisas y, en 1515, Doña María hizo su profesión. Fue esta mujer la que “profetizó”, por decirlo de alguna forma, cuando vio que Íñigo estaba deslumbrado por el estilo de vida disipado de la Corte y ambicionaba la riqueza, el poder, la fama y el prestigio, le dijo: “Ay Íñigo, Íñigo, no asesarás hasta que te rompan una pierna”. El tiempo le daría la razón.
Los años de la estancia de Íñigo en Arévalo fueron determinantes y lo que le permitió abrirse continua y valientemente a otras experiencias a lo largo de su vida. Sus años de formación estuvieron marcados por una educación que mezclaba la tradición caballeresca y la religión. A partir de 1500, los Reyes Católicos introdujeron algunos cambios en los usos y costumbres de la caballería de tal modo que los hábitos medievales se adaptaran a las necesidades de los ejércitos del reino, especialmente en lo que se refiere a la disciplina, la organización y la dependencia casi total de los monarcas. No obstante, la búsqueda de fama sobrevivió en medio de nuevos organismos creados por el propio Rey Fernando, como la infantería de Ordenanza durante su regencia del Reino de Castilla, a partir de 1507[5]. Las letras comenzaron a introducirse en los palacios y en las cortes y los trovadores que habían comenzado en años anteriores consolidaron su puesto. Se logra una especie de hermanamiento entre “las armas y las letras” que se puede apreciar en Fray Ambrosio de Montesinos así como en los “Cancioneros” compuestos y compilados en aquella época. Los libros de caballería habían sido escritos años antes y, aunque su difusión iba en notorio aumento gracias a la imprenta, no se escribieron obras de especial relevancia. Tendría que pasar más de medio siglo para que la lectura del Amadís de Gaula enloqueciera a un hidalgo y Quijote de La Mancha y, más tarde a Íñigo. Sin embargo, el código de conducta moral, cultural y social de este género estaría vigente durante mucho tiempo y sería de vital importancia en la educación de los jóvenes. La conquista de Granada presentaba al rey Fernando como el futuro liberador de Jerusalén y a esa gesta, así como a la preparación del príncipe Juan como rey de Jerusalén, se dirigieron muchas obras de poetas con espíritu religioso como Juan del Encina y Juan de Anchieta quienes alimentaban la idea de una nueva Cruzada. Si no la conquista de la Tierra Santa, sí el viaje a Jerusalén era motivo de los sueños de muchos caballeros que vivían de la ilusión de estar en los sitios donde murió el Salvador. Así se van mezclando el ideal de los antiguos caballeros con un creciente ambiente milenarista y de conquista de los sitios santos, aunado a la piedad mariana que impulsaban los hijos de San Francisco y de Santo Domingo. El deseo del martirio, tan anhelado por Santa Teresa de Jesús y por otros muchos que soñaban con ir a la Tierra Santa atrajo a varios peregrinos que, sin medir el riesgo evidente, se lanzaban a la conquista de los lugares santos. El viaje de Íñigo no sería el único, desde luego, sino que otros lo llevaron a cabo, quizá con los mismos fines, según nos comenta Ladero Quesada:
Por los mismos años en que Íñigo de Loyola realizó el suyo, hubo otros dos, por la misma ruta, aunque en condiciones muy distintas, cuyo testimonio escrito es interesante para conocer mejor el momento y el ambiente de la peregrinación. Me refiero al viaje de Fadrique Enríquez de Ribera, marqués de Tarifa y adelantado de Andalucía (m. 1539), hecho de incógnito entre noviembre de 1518 y octubre de 1520, y que contó con el testimonio y compañía excepcionales de Juan del Encina. Y al de Pedro Manuel Ximénez de Urrea, que publicaría en 1523 el relato de sus viajes a Jerusalén, Roma y Santiago[6].
Todos estos aspectos influenciaban la vida de Arévalo cuando llegó el protegido del Contador Mayor y, ciertamente, coadyuvaron en buena medida en definir y modelar el carácter de Íñigo de Loyola, así como su formación. La enseñanza estuvo a cargo de sus preceptores y fue complementada por la lectura de los libros que se encontraban en la casa, de los cuales, muchos habían sido adquiridos en la pública almoneda de los bienes de la fallecida Reina Isabel, según lo dejó establecido como forma de pago de sus deudas. Lamentablemente no hay muchos estudios que nos guíen en el conocimiento de esta etapa de la vida de Ignacio[7]. Sin embargo, acercándonos a los libros que pudo leer, nos daremos una idea más o menos aproximada de aquellos temas que pudieron formar el carácter y la personalidad del futuro santo fundador. Luis Fernández Martín[8] nos ofrece una valiosa lista de estos libros, fruto de sus invaluables investigaciones en el Archivo General de Simancas. Los libros de oraciones que se leían en la señorial casa eran:
Un librillo de molde de la horden de rezar el salterio, en que hay quatro hojas de quarto de pliego[9]. ‘Otro libro chequito de ochavo de pliego, en romance, que comienza con la oración de san Agustín, enquadernado en pergamino’[10]. ‘Unas horas escriptas a mano en pergamino de marca mayor, de quarto de pliego, que tiene en el comienzo la ymagen de Nuestra Señora de los pechos arriba, e otras estorias yluminadas; que tiene unas coberteras de cuero negro e unos fechos de plata con que se cierra; que tiene en el medio un cerco redondo, e dentro dél la ymagen de Nuestra Señora con el Niño en los brazos, metido en una bolsa de raso negro’[11]. ‘Unas Horas escriptas en pergamino, que tiene <n> al comienzo del Martiroloxo, e luego una estoria del Rey David, que comienza en baxo el salmo ‘Beatus vir…’ e adelante otra estoria. Tiene las coberturas de tabla guarnecidas en terciopelo leonado e forradas de tafetán negro, con unos fechos de oro esmaltados de rosicler e virados, que son guarnecidos de plata dorada, y el registro de oro’[12]. ‘Un librico de plata avirada, con los misterios del Rosario, e San Gregorio, que tiene siete hojas de la dicha plata’[13]. ‘Un librico pequeño de oraciones que dice ‘Tesoro Espiritual’, con unos covertores de cuero leonado, e una manecita de león’[14]. ‘Un quaderno de papel, de oraciones e sermones e otras cosas’[15]. ‘Unas horas escriptas en pergamino de mano, de letra francesa, yluminadas todas las letras de oro, que tiene en el Martirolojo yluminadas las planetas y adelante en las yluminaciones otras letras, tiene unos coberteros de cuero leonado sin cerraduras’[16]
Libros decisivos en la historia personal de Ignacio serían La Vidas de Cristo y la Vida de los santos que muy probablemente fueron leídos en algún momento en la casa de los Velázquez de Cuéllar. Como bien dice Luis Fernández, en su conversión de Loyola, la lectura de libros semejantes le pudo recordar aquellos que antes había leído y quizá eso facilitó el proceso de vuelta a Dios. Los libros de referencia eran los siguientes:
‘Un quaderno escripto en papel, de mano, en pliego entero, con un covertero de pergamino blanco, que es la Vida de Christo compuesta por Overtino, frayle de la horden de San Francisco’[17] (el ‘Arbor Vitae curcifixae Iesu’, por el fraticelo Ubertino de Casale [n. 1259], obra impresa en Venecia en 1485).’Un quaderno de papel de marca mediana, escrito en molde en romance, que comienza: ‘El libro primero que declara el nacimiento de Nuestro Señor’[18] (quizás la Vida de Cristo del Cartujano, traducida y editada por Ambrosio de Montesinos, entre 1502 y 1504). ‘Otro libro escripto en pergamino, de mano, de la Pasión, con una manecita de plata’. Sobre la Virgen María encontramos, entre los libros que fueron a Arévalo, ‘otro libro pequeño escripto de mano en pergamino en latín que comienza: ‘Preciosa Señora’, que tiene en lo baxo de la primera plana un ángel pintado con las alas verdes y un escudo azul, e en él una cruz dorada, que es de Leonardo Arestino’ (sic)[19]. Algunas vidas de santos estaban también al alcance de la mano de Íñigo en Arévalo. Tales: ‘Otra de molde: ‘Vida de San Francisco’[20] (quizá la escrita por Celano o por San Buenaventura). ‘Un libro de quarto de pliego, escripto en papel, de mano, en latín, de la vida de la Madalena, con coberteros de cuero negro’[21].
En cuanto a la Biblia y otros libros místicos se encontraban algunos decisivos en la vida del convertido de Loyola. Basta mencionarlos para poder asegurar que no le eran desconocidos cuando le fueron entregados por su cuñada Magdalena de Araoz. Veamos:
‘Otro libro de quarto de pliego, que es San Grisóstomo, enquadernado en cuero morado’[22]. ‘Un libro que es de San Gerónimo’[23]. ‘Soliloquio de San Buenaventura’[24]. ‘Un libro grande de las obras de San Agustín, que tiene muchas ystorias yluminadas’[25]. ‘Un libro que es Epístola de San Agustín’, en latín…’[26]. ‘Un libro de molde: Obras de san Bernaldo, en latín’[27]. ‘Otras obras escriptas en papel de molde, que comienzan: ‘De Ymitatione Christi’..’[28] . (Éste es aquel Gersoncito, del que se acordará Íñigo muchos años después). ‘Un libro de molde ‘Espejo de la cruz’[29] de Domenico Cavalca. ‘Un libro pequeño escripto de mano, de papel, de la revelación de santa Angela, con unos cobertores de pergamino’[30] (de la beata Angela de Foligno). Compendio o síntesis de las verdades de la religión podía ser el ‘Manual de la Santa Fe’[31].
El espíritu del neoeremitismo influyó de alguna forma en los ideales religiosos de Íñigo, aunque no hay datos para indicar cuándo o dónde pudo haber tenido contacto con monjes o monasterios. Conocemos su aprecio por el ideal de una vida austera y taciturna materializado en la Cartuja de Santa María de las Cuevas de Sevilla y sus prácticas de pobreza y penitencia en Montserrat y Manresa nos inclinan a evocar un contacto con el Amadís de la Peña Pobre, o el conde ermitaño de Tirant lo Blanc. Es muy probable, asimismo, que haya estado informado de las prácticas de los jerónimos de finales del siglo XIV. De estos ambientes de silencio y oración hay otros libros que bien pudieron influir en la vida de Íñigo fueron el Retablo sobre la vida de Cristo, del cartujo Juan de Padilla, el Lucero de la Vida Cristiana de Pedro Ximénez e Prexano (1493), las Contemplaciones sobre el Rosario de la Virgen del cartujo Melchor Gorricio de Novara (Sevilla, 1495) y, en un modo especial, el Exercitatorio de La Vida Espiritual del abad de Montserrat, García de Cisneros[32]. ¿Pudo influir esto en sus penitencias y en la determinación tanto de lo que se había de comer como en la forma de hacerlo durante los Ejercicios? En cuanto a libros de pensamiento humanista que afectaron a la Corte de los Reyes Católicos, en la que vivía Íñigo, se pueden citar el De vita beata de Juan de Lucena, trasunto del De vitae felicitate de Fazio, el Liber de educatione Iohannis serenissimi principis y Liber dialogorum del canónigo toledano Alonso Ortiz, que contienen principios filosóficos, éticos y didácticos. Es de suponer que las obras de Lucio Marineo Siculo y Pedro Mártir de Anglería, así como las de Nebrija tuvieron fuerte influjo en la casa de Arévalo, pero es imposible precisarlo pues no existen datos que lo hagan posible[33]. Íñigo comenzó sus ejercicios de escritura y caligrafía y continuó con el estudio del latín que había comenzado en Loyola, según Nadal “pueritiam domi exegit sub parentum ac paedagogi cura”[34]. Contaba con la ayuda de libros como “un bocabulista de molde, en papel, con unas coberturas de terciopelo verde, con un textillo angosto, con unos fechos de latón”[35], probablemente el Diccionarium latinum-hispanum et hispanum-latinum de Elio Antonio de Nebrija, editado en Salamanca, en 1492.
Febrero de 2024.
[1] Al final, se ofrecerà una amplia bibliografía del argumento.
[2] Cf. González Magaña, Jaime Emilio. (2018). Del escándalo a la santidad. La juventud de Ignacio de Loyola. Roma: G&B Press y (2002) Íñigo López de Loyola, ¿Una Historia de Fracasos? México : SEUIA-ITESO.
[3] Cf. Dortel-Claudot, Michel. (s/f). Mode de vie Niveau de vie et pauvreté de la Compagnie de Jésus. Roma: CIS.
[4] Cf. Aldea, Quintín (Ed.). (1993). Ignacio de Loyola en la gran Crisis del Siglo XVI. Congreso Internacional de Historia. Madrid, 19-21 noviembre de 1991. Universidad Complutense. Bilbao-Santander: Mensajero-Sal Terrae.
[5]¿Sería posible que Íñigo aprendiera fórmulas como la de “rezar por compás” que están referidas a las formaciones y el paso de la gente de la Ordenanza que viera, quizá, en Medina del Campo, en 1507, acompañando a Fernando el Católico? ¿Qué aspectos de esa formación y su disciplina quedaron grabados en la mente del futuro General de una Compañía? Cf. Ladero Quesada, Miguel Angel. Ecos de una educación caballeresca. En: Aldea, Quintín (Ed.). (1993). Ignacio de Loyola en la gran Crisis del Siglo XVI. Congreso Internacional de Historia. Madrid, 19-21 noviembre de 1991. Universidad Complutense. Bilbao-Santander: Mensajero-Sal Terrae, 144.
[6] Ladero Quesada, Miguel Angel. Ecos de una educación caballeresca. Opus cit. p. 145.
[7] Cf. González Magaña, Jaime Emilio. (2002). “El ‘Taller de Conversión’ de los Ejercicios. Volumen I: Iñigo López de Loyola, ¿Una Historia de Fracasos? México: SEUIA-ITESO.
[8] Fernández Martín, Luis. (1981). El Hogar donde Íñigo de Loyola se hizo hombre (1506-1517). En: Los Años Juveniles de Íñigo de Loyola, Su formación en Castilla, Valladolid: Caja de Ahorros Popular de Valladolid, 44-45.
62-67. Las notas siguientes identifican la numeración de los legajos investigados correspondientes a la Contaduría Mayor de Cuentas del Archivo General de Simancas en los que aparecen detallados los libros que se citan.
[9]192-1
[10]192-1.
[11]192-XL, y 189-XXVIII.
[12]192-XL.
[13]192-64.
[14]189-XL.
[15]189-XXX.
[16]189-XXXI.
[17]189-XXXI.
[18]81-55.
[19]81-55.
[20]189-XXX.
[21]192-52.
[22]192-XL.
[23]189-s/s.
[24]189-XL.
[25]81-52.
[26]189-XL.
[27]189-XL.
[28]189-XL.
[29]189-s/s.
[30]189-s/s.
[31]189-XL.
[32] De Cisneros, García. (1912). Ejercitatorio de la Vida Espiritual. Barcelona: Librería Católica Internacional. Cf. también Ladero Quesada, Miguel Angel. Ecos de una educación…, Opus cit. p. 146.
[33]Idem., p. 146.
[34]MHSI. (1951). Monumenta Ignatiana, Series Quarta, Scripta de S. Ignatio, Tomus II, Fontes Narrativi de S. Ignatio de Loyola et de Societatis Iesu Initiis, Vol. II, Narrationes Scriptae annis 1557-1574, Vol. 73, 62. Romae: Monumenta Historica Societatis Iesu. En adelante FN.
[35]Contaduría Mayor de Cuentas, 1ª época, 189-XXX.







