Nuestro sacerdocio con María en tiempos convulsos

May 15, 2023 | Noticias

Por Jaime Emilio González Magaña, S.J.

Tomar por intercesores a la Madre y al Hijo

 

Vivimos en una sociedad líquida y relativista que nos ha contagiado de confusión y superficialidad a un nivel verdaderamente alarmante. La ausencia de los valores más fundamentales están destruyendo la familia, al país, a nuestra identidad como pueblo y a sus instituciones. Se han enseñoreado la impunidad, la violencia, la mentira y la corrupción, comenzando por los políticos que quieren destruir los rudimentos de una democracia que tanto ha costado construir. Esto se refleja también en la Iglesia y, por consiguiente, en la Compañía de Jesús, que atraviesan por momentos difíciles y complicados. Enfrentamos una ola de desconfianza sin precedentes, acusaciones contra el sacerdocio que algunos insisten en focalizar, excesivamente, en algunos escándalos cuya gravedad debemos reconocer y, por supuesto, afrontar las consecuencias. Sin embargo, desde mi punto de vista, no todo debería estar centrado en las faltas contra el sexto mandamiento, pues hemos cometido otros errores que, muchas veces, o no se asumen, o se considera que no son “tan graves” como los ya mencionados, aun cuando, en la práctica, crean más rechazo y desazón en el pueblo de Dios. Más allá de la necesaria purificación que merecen nuestros pecados, debemos reconocer también en el momento presente la oposición abierta a nuestro servicio de la verdad y los ataques que, no solo desde fuera, sino desde dentro, pretenden dividir a la Iglesia. Asimismo, mucho de lo que se nos reprocha se debe más a la ausencia de un testimonio real y creíble y a la falta de un amor auténtico a nuestra vida consagrada. Nos hemos alejado de las raíces de nuestro carisma, hemos fallado en la obediencia al Magisterio de la Iglesia y hemos optado por una relativización de la pobreza evangélica siguiendo más ideologías de moda que la radicalidad en el seguimiento de Jesús. Y esto, ciertamente, nos presenta como religiosos que no vivimos nuestra consagración en favor de la unidad de la Iglesia y con débil deseo por caminar hacia una verdadera conversión y santificación de nuestro ministerio de servicio y donación plenos.

 

En este mes, celebramos Pentecostés y recordamos a María, la Madre de Dios, la Madre de la Iglesia y de la Compañía de Jesús por lo que, me parece, sería una buena oportunidad si reflexionamos sobre lo que esto significa para nuestro servicio a la Iglesia, desde el carisma que hemos heredado de San Ignacio de Loyola, los primeros compañeros y los jesuitas de la primera generación y que conocemos como nuestra espiritualidad. En primer lugar, recordemos que, si Ignacio no habla mucho del Espíritu Santo, se debe a la situación eclesial de desconfianza de su tiempo debido a la presencia de las corrientes de los alumbrados, los dejados y los perfectos. Estas manifestaciones religiosas habían sido consideradas como heréticas y las relacionaban con el modo de proceder de Íñigo López de Oñaz y Loyola en los inicios de su conversión, cuando, sin tener conocimientos de teología, mencionaba la posibilidad de discernir los espíritus que en el ánima se causan. Asimismo, en su etapa de madurez y de auténtica conversión, Ignacio había aprendido que la prudencia y la discreta caridad eran importantes después de los dos juicios que debió enfrentar ante la Inquisición.

 

San Ireneo de Lyon describe el poder del Espíritu Santo que ha atravesado los siglos cuando afirma: «El Espíritu de Dios descendió sobre el Señor, Espíritu de sabiduría y de inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de piedad. Espíritu de temor de Dios. A su vez, el Señor lo entregó a la Iglesia, enviando al Paráclito desde los cielos sobre toda la tierra, donde el diablo fue abatido como el rayo, dice el Señor». Esta convicción tiene que impregnar de esperanza nuestro ministerio, a sabiendas de que no es fácil ser fieles y que estamos todavía en camino, asumiendo que la vida misma es una peregrinación y que todo, en realidad, es relativo pues sólo Dios es Absoluto. Conviene que reflexionemos continuamente que hay solo una única verdad pues, como nos dice San Pablo: «No creo haber conseguido ya la meta ni me considero un “perfecto”, sino que prosigo mi carrera hasta conquistar, puesto que ya he sido conquistado por Cristo. No, hermanos, yo no me creo todavía calificado, pero para mí ahora sólo vale lo que está adelante, y olvidando lo que dejé atrás, corro hacia la meta, con los ojos puestos en el premio de la vocación celestial, quiero decir, de la llamada de Dios en Cristo Jesús (Fil 3, 12-14)».

 

En el auténtico espíritu del Concilio Vaticano II, estamos invitados a la escucha atenta de la Palabra de Dios, tal como los padres conciliares nos han transmitido al expresar: «Les anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó: lo que hemos visto y oído se los anunciamos a ustedes, a fin de que vivan también en comunión con nosotros, y esta comunión nuestra sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,2-3)» (Constitución Dei Verbum, n. 1). De igual forma, San Juan María Vianney, el Cura de Ars y gran figura sacerdotal, nos acompaña y guía en esta misión al haber sido declarado patrono de todos los sacerdotes. Aun cuando no fue un gran teólogo, fue considerado el hazmerreir de sus compañeros sacerdotes porque dedicaba su vida al ministerio de la confesión y la dirección espiritual, por la gracia de Dios y la sabiduría de la Iglesia se nos presenta como testigo creíble y digno de ser imitado, por encima de otros muchos santos mucho más inteligentes y brillantes. A pesar de su figura débil, sus limitaciones físicas e intelectuales, su testimonio de pastor fiel y coherente en una Francia lacerada y desgarrada por la Revolución y lo que de ella se derivó, nos invita a no claudicar y decir lo que haya menester en medio de contradicciones y aun de persecuciones y calumnias. El Santo Cura de Ars fue un sacerdote ejemplar y un pastor celoso y devolvió la oración al corazón de la vida sacerdotal al afirmar: «Habíamos merecido no rezar, pero Dios, en su bondad, nos permitió hablarle. Nuestra oración es un incienso que Él recibe con gran placer. Oh Dios mío, si mi lengua no puede decir a cada instante que te amo, quiero al menos que mi corazón te lo repita cada vez que respiro».

 

Si nos referimos al amor y la devoción a Nuestra Señora, éstos han estado siempre presentes en el corazón de nuestra espiritualidad como fiel reflejo al amor que San Ignacio le profesó al considerarla la Madre, la Mediadora con el Hijo y con el Padre. Bastaría con recordar cómo la presencia de María fue central para que Iñigo López de Oñaz y Loyola, en su lecho de convaleciente en la casa paterna, se abriera a descubrir “otros significativos” que dieran sentido a su vida deshecha. Aquel joven “desgarrado y vano” encontró en María, la Madre del Señor, la posibilidad de sentirse acompañado en sus nuevos sueños pues “estando una noche despierto, vio claramente una imagen de nuestra Señora con el santo Niño Jesús”, borra de su mente “todas las especies que antes tenía en ella pintadas “de cosas de carne”[1]. La fortaleza que recibía de María no era nueva, pues ya desde pequeño, Iñigo, solo y huérfano del cariño de su madre Doña Marina Sánchez de Licona y Balda, rezaba “la Salve” y se refugiaba en la devoción y amor hacia la venerada imagen de Nuestra Señora de Olatz. Más tarde, la mano de María le irá guiando en sus caminos. Primero, como un buen “Caballero de la Orden de la Banda”, Iñigo López de Oñaz y Loyola acudió al Santuario de todos los vascos, para ofrecerle a Nuestra Señora de Aránzazu el voto de castidad, tal vez lo que más trabajo le costaba en su incipiente conversión. Su presencia ante Nuestra Señora de Montserrat no fue una simple coincidencia sino que, fiel a la religiosidad de su tiempo y, siguiendo las costumbres caballerescas más auténticas, ofreció su daga y espada, cambió su vestuario y aprovechando el hecho simbólico que le había sugerido Esplandián, el hijo de Amadís de Gaula, en la vela de armas y en la confesión de su desastrosa vida, entregó a la Madre de Jesús sus buenas intenciones y deseos. Ignacio de Loyola, el estudiante parisino, escogió la fiesta de la Asunción para ofrendar su vida y la de los primeros compañeros ante Nuestra Señora de Montmartre. Más tarde en la pequeña capilla de La Storta, en una oración a la Madre de Jesús, tuvo lugar la visión mística que cambió definitivamente la vida del peregrino cuando “el Padre le puso con el Hijo” como él había venido “rogando a la Virgen que le quisiese poner con el Hijo”[2]. Finalmente, a su llegada a Roma, en 1537, se postró ante Nuestra Señora del Popolo y los dieciséis últimos años de su vida, como Prepósito General de la Compañía de Jesús, escribió las Constituciones de la Orden, su Diario Espiritual y más de doce mil cartas bajo la protección de la que él llamaba Nuestra Señora de la Escribanía. La última etapa le pondrá a los pies de Nuestra Señora de la Strada, en la pequeña capilla que les asignó el Papa Paulo III por mediación de Pietro Codaccio, el primer jesuita italiano. Ahí el mismo el Padre celestial “mostraba señal que le parecía fuese rogado por María”[3].

 

Es importante que no olvidemos cómo San Ignacio tomará siempre como regla inquebrantable de su vida espiritual ir al Padre “por medio y ruegos de la Madre y el Hijo, y primero haciendo oración a ella para que me ayudase con su Hijo y (con el) Padre, y después orando al Hijo me ayudase con el Padre en compañía de la Madre”; y en ello, dice, “sentí en mí un irme o llevarme delante del Padre… y consequenter a esto lágrimas y devoción intensísima…”[4]. El Diario Espiritual, nos muestra la exquisita interioridad de Ignacio de Loyola como un místico enamorado de Dios. En unas cuantas hojas, nos presenta un reflejo de su profunda vida de oración en búsqueda de la voluntad de Dios, cuando sufre porque tiene que decidir cómo será la pobreza de las casas de la naciente Orden. En su lucha, es continuamente ayudado por la Madre que nunca le ha fallado y que, al lado de su Hijo, intercede para que encuentre la luz que busca. En el Diario Espiritual, Ignacio nos ha dejado un testimonio veraz en el que siente a María muy propicia para interperlar, así como al Hijo[5]. Continuamente vemos a Ignacio “tomar por intercesores a la Madre y al Hijo”[6] o “sintiendo al Hijo muy propicio para interpelar”[7]. Porque, en efecto, “en las oraciones al Padre me parecía que Jesús las presentaba, o las acompañaba las que yo decía delante del Padre”[8]. María le ayuda a discernir si lo que está determinando es acorde con la voluntad de Dios[9].

 

En la Primera Semana de los Ejercicios Espirituales, Ignacio menciona a la Madre cuando el ejercitante es invitado a hacer un coloquio para sentir el dolor de sus pecados[10]. A partir de ese momento, la presencia de María como intercesora estará al lado del ejercitante a lo largo de toda la experiencia fundante como parte inherente de la espiritualidad ignaciana. Se recomienda que el primer coloquio sea a Nuestra Señora, al fin de que alcance la gracia del Hijo para conocer la verdadera raíz del pecado. María estará presente de un modo muy particular desde los misterios de la Segunda Semana[11] hasta la elección y la confirmación de “ser puesto con el Hijo”[12]. En los momentos más fuertes y solemnes, cuando se toma una decisión radical para la vida, San Ignacio no se olvida de poner ante nuestros ojos a la Santísima Virgen María. Cuando el ejercitante está haciendo “oblaciones de mayor estima y momento” presenta al “eterno Señor de todas las cosas… delante vuestra infinita bondad y delante vuestra Madre gloriosa” su “determinación deliberada” de seguirlo e imitarlo en todo[13]. Esta convicción se extiende hasta el momento en que el jesuita pronuncia sus votos “a Dios todopoderoso delante de su Madre la Virgen”[14]. Del mismo modo, la Señora se muestra actuante en la Jornada Ignaciana desde Dos Banderas[15], Tres Binarios[16] y, por supuesto en las Tres Maneras de Humildad[17]. Está en el corazón de la Tercera Semana cuando el ejercitante contempla la muerte y sepultura de Jesús[18] y, en la Cuarta Semana, María ya no es más la madre dolorosa sino la gozosa y consolada, testigo de la primera aparición del Señor en su papel de consolador[19]. Es la madre y la primera mujer que conoce el misterio de la Resurrección de Jesús. María, animada e iluminada por la presencia de su Hijo que vive, será capaz de animar, acompañar y consolar a los discípulos que tienen el reto de crecer en la fe. Para Ignacio, no hay duda de que María nos puede ayudar a terminar el itinerario de fe vivido en los Ejercicios espirituales para comprender y vivir el “sentir con la Iglesia jerárquica y militante”[20]. Por eso, María, desde la auténtica Espiritualidad Ignaciana, nos ayudará para hacer un auténtico discernimiento de los espíritus y poder decidir, según los criterios de Dios, las concreciones de nuestra misión, lo que el Señor nos pide aquí y ahora, porque ella misma ha recibido el Espíritu de su Hijo Resucitado. Si un jesuita negara el papel central de María en la Espiritualidad Ignaciana, sería, o porque la desconoce, porque todavía no la ha comprendido o porque, simple y sencillamente, no es un buen jesuita.

 

Será muy conveniente, pues, que ahora, en estos tiempos convulsos, busquemos el fundamento secreto y desconocido de la santidad sacerdotal allí donde convergen todos los misterios del sacerdocio: en la intimidad espiritual de la Madre y del Hijo en la que reina el Espíritu Santo de Dios. Sobre las aguas de la creación primordial, el Espíritu se cierne y da origen al orden y a la vida. El salmista se hace eco de esta maravilla cuando canta: «Señor, Señor nuestro, ¡qué admirable es tu nombre sobre toda la tierra!» (Sal 8,2). A lo largo de toda la historia de la salvación, el Espíritu desciende sobre los patriarcas y los profetas, reuniendo al Pueblo Elegido en torno a la Promesa y a las «Diez Palabras» de la Alianza. El profeta Isaías se hace eco de esta historia sagrada y exclama: «Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que trae buenas noticias, que anuncia la paz, que trae la felicidad, que anuncia la salvación, y que dice a Sión: ‘¡Ya reina tu Dios!’ (Is 52, 7). En la casa de Nazaret, el Espíritu cubre con su sombra a la Virgen para que dé a luz al Mesías. María se adhiere con todo su ser: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Luego acompaña al Verbo encarnado a lo largo de su vida terrena; camina con Él en la fe, a menudo sin comprender, sin dejar nunca de dar el asentimiento incondicional e ilimitado que había dado de una vez para siempre al Ángel de la Anunciación. Bajo la cruz, permanece en silencio, consintiendo, aun sin comprender, la muerte de su Hijo, comunicando dolorosamente la muerte del Verbo de vida que ella había engendrado. El Espíritu la sostiene en este sí «nupcial» que desposa el destino del Cordero inmolado. La Virgen de los Dolores es la Esposa del Cordero. En Ella y por Ella, toda la Iglesia está asociada al sacrificio del Redentor. En Ella y por Ella, en la unidad del Espíritu, toda la Iglesia es bautizada en la muerte de Cristo y participa en su resurrección. Por eso, con Ella en el cenáculo, nosotros, sacerdotes de la Nueva Alianza, nacidos de su maternidad espiritual hemos sido  animados por la fe en la victoria del Verbo sobre la muerte y el infierno. Con María, hemos de implorar en un solo corazón con Cristo la venida del Reino de Dios, la revelación a los hijos de Dios y la glorificación de todas las cosas en Dios ya que, si «algo entretiene la inquietud del universo, y es la esperanza de que los hijos e hijas de Dios se muestren como son. Pues si la creación se ve obligada a no lograr algo duradero, esto no viene de ella misma, sino de aquel que le impuso este destino. Pero le queda la esperanza; porque el mundo creado también dejará de trabajar para que sea destruido, y compartirá la libertad y la gloria de los hijos de Dios. Vemos que la creación entera gime y sufre dolores de parto. Y también nosotros, aunque ya tengamos el Espíritu como un anticipo de lo que hemos de recibir, gemimos en nuestro interior mientras esperamos nuestros derechos de hijos y la redención de nuestro cuerpo (Rm 8,19-23)[21].

 

Nuestra configuración sacerdotal, en Cristo y con Cristo, está envuelta en la unidad de la Madre y del Hijo, en la unión indisoluble del Cordero inmolado y de la Esposa del Cordero. No olvidemos que la sangre redentora del Sumo Sacerdote procede del seno inmaculado de María, que le dio la vida y se ofreció con Él. He aquí, pues, esta sangre purísima que nos purifica, esta sangre de Cristo «que se ofreció a Dios por el Espíritu eterno como víctima sin mancha, purificará nuestra conciencia de las obras de muerte, para que sirvamos al Dios vivo» (Heb 9, 14). Y, como afirma el Cura de Ars, «todas las buenas obras juntas no son equivalentes al sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, y la Santa Misa es obra de Dios. El martirio no es nada en comparación pues es el sacrificio que el hombre hace a Dios de su propia vida; la Misa es el sacrificio que Dios hace por el hombre de su propio Cuerpo y Sangre». Así pues, la grandeza y la santidad del sacerdocio derivan de esta obra divina. No es una obra humana lo que ofrecemos al Padre, es Dios mismo lo que le ofrecemos. «¿Cómo sucederá esto?», podríamos preguntarnos con María, haciéndonos eco de la pregunta que planteó al Ángel. «Nada es imposible para Dios» (Lc 1,37), fue la respuesta dada a la Virgen con el signo tangible de la fecundidad de Isabel. Acojamos y hagamos nuestra esta respuesta, con María, al recordar: que: «para cumplir tus designios, Él mismo se entregó a la muerte, y, resucitando, destruyó la muerte y nos dio nueva vida. Y porque no vivamos ya para nosotros mismos, sino para él, que por nosotros murió y resucitó, envió, Padre, desde tu seno al Espíritu Santo como primicia para los creyentes, a fin de santificar todas las cosas, llevando a plenitud su obra en el mundo» (Plegaria eucarística IV), porque “para Dios no hay nada imposible» (Lc 1,37 y «todo es posible para el que cree» (Mc 9,23).

 

En este sentido, San Juan Eudes escribe: «los sacerdotes tienen una relación especial de alianza con la Santísima Madre de Dios. Así como el Padre eterno la ha hecho partícipe de su paternidad divina, del mismo modo la da a los sacerdotes para formar a este mismo Jesús en la santa Eucaristía y en el corazón de los fieles. Como el Hijo la hizo su cooperadora en la obra de la redención del mundo, así los sacerdotes son sus cooperadores en la obra de la salvación de las almas. Como el Espíritu Santo la asoció a esa obra maestra que es el misterio de la Encarnación, así se asocia a los sacerdotes para la continuación de este misterio en cada cristiano por el bautismo…». Por tanto, no nos avergonzamos cuando decimos: en tu santa compañía, Madre de misericordia, bebemos de la fuente del amor y con tu ejemplo de fidelidad y abandono en las manos de Dios, seguimos en búsqueda de la conversión y el deseo de una santidad sacerdotal que pueda contrarrestar nuestras caídas y limitaciones que nos alejan de tu Hijo Jesús. Nuestros corazones sedientos y nuestras almas inquietas tienen acceso a través de ti por medio de una mística del servicio que sea sólo para la mayor gloria de Dios. Y, como añade San Juan Eudes: «Aquí los sacerdotes, poseyendo tan estrecha alianza y tan admirable conformidad con la Madre del Sumo Sacerdote, tienen para con ella vínculos de amor muy especiales, para honrarla y revestirse de sus virtudes y disposiciones. Esforzaos por ello de todo corazón. Ofreceos a ella y rogadle que os ayude con fortaleza».

Ser sacerdote significa ofrecer la propia vida

 

El Espíritu del Señor es agua viva, un soplo que da vida, pero también es un viento impetuoso que sacude la tierra, una paloma alegre que trae la paz, un fuego que quema, una luz que atraviesa las tinieblas, una energía creadora que cubre la Iglesia con su sombra. De un extremo a otro de las Sagradas Escrituras, el Dios de la Alianza se revela como un Esposo que quiere darlo todo y entregarse a pesar de las limitaciones y errores de la humanidad pecadora, su Esposa. El Dios celoso y humillado no se cansa de perseguir a la Esposa infiel, errante e idólatra hasta el día bendito en que tendrán lugar las bodas del Cordero. Por eso nunca falla la esperanza del don de Dios: «El Espíritu y la Esposa dicen: «¡Ven!». Y el que oiga, que repita: «¡Ven!». El que tenga sed, que venga; el que quiera, que tome gratuitamente el agua de la vida» (Ap 22,17). Por eso, tenemos la oportunidad de exclamar: «¡Sí, Padre, te damos gracias porque ya estás derramando en la tierra tu agua viva en el corazón de los más pobres entre los pobres, gracias a la entrega incansable de todas estas almas consagradas que hacen de su existencia un sacramento de tu amor gratuito. Oh Padre de todas las gracias, desde la luz inaccesible en la que habitas y en la que somos introducidos por el Espíritu, con Jesús y María, te suplicamos que nos consumas en la unidad consagrándonos en la verdad. Derrama sobre nosotros y sobre toda carne tu Espíritu Santo, Espíritu de verdad que regenera la fe, Espíritu de libertad que resucita la esperanza, Espíritu de amor que hace a la Iglesia santa, creíble, atrayente y misionera! ¡Venga a nosotros tu Reino! Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Que tu voluntad salvífica cumplida en tu Hijo crucificado y glorificado se cumpla también en nosotros, sacerdotes de la Nueva Alianza, y en las almas confiadas a nuestro ministerio¡»[22].

 

San Basilio Magno escribe: «con el Espíritu Santo, que nos hace espirituales, se produce la readmisión en el Paraíso, el retorno a la condición de hijos, la audacia de llamar a Dios Padre; se llega a ser partícipe de la gracia de Cristo, se es llamado hijo de la luz, se participa de la gloria eterna. Si, pues, quieren vivir del Espíritu Santo -escribe san Agustín-, conserven la caridad, amen la verdad, deseen la unidad, y alcanzarán la eternidad». Llevamos dentro de nosotros -pobres pecadores-, las heridas de la humanidad desgarrada por crímenes, guerras, tragedias, impunidad y corrupción, falta de esperanza y una espiral de muerte que parece no tener fin. De aquí que tenga sentido que confesemos los pecados del mundo en su crudeza y miseria con Jesús crucificado, convencidos de que son la gracia y la verdad las que nos liberan. Confesamos todos los pecados en la Iglesia, especialmente los que causan escándalo y alejamiento de los fieles y de los que no creen, por nuestro pobre testimonio de vida laxa y sin un compromiso real con lo que una vez hemos prometido. Confesamos sobre todo, Señor, tu amor y tu misericordia que irradian de tu corazón eucarístico y de la absolución de los pecados que concedemos a los fieles. El Santo Padre Benedicto XVI nos lo ha recordado abundantemente a lo largo del año sacerdotal que tanto deseó y que tantos problemas le acarreó, cuando nos decía: «Queridos sacerdotes, ¡qué extraordinario ministerio nos ha confiado el Señor! Así como en la celebración de la Eucaristía se pone en las manos del sacerdote para seguir estando presente en medio de su pueblo, del mismo modo, en el sacramento de la Reconciliación se confía al sacerdote para que los hombres experimenten el abrazo con el que el padre acoge de nuevo al hijo pródigo, devolviéndole su dignidad filial y reconstituyéndolo plenamente como heredero (Cf. Lc 15, 11-32)». San Juan María Vianney nos lo repite a su manera cuando afirma: «el Buen Dios lo sabe todo. Incluso antes de que te confieses, ya sabe que volverás a pecar y, sin embargo, te perdona. El Amor de nuestro Dios es tan grande, que llega a olvidar voluntariamente el futuro, para perdonarnos». Asimismo, como lo afirma San Ireneo: «¿Qué novedades trajo Jesús en comparación con la Antigua Alianza? ¿Cuál es la novedad cristiana? Toda la novedad que trajo Cristo fue Él mismo». No olvidemos que, todo el sacerdocio de Cristo está en esta ofrenda de sí mismo, al ser perfecto sacerdote y víctima pues corremos el riesgo de que nuestro sacerdocio tenga mucho de «función» y poco de «ofrenda». Esta dimensión debe recuperar mucho terreno si queremos vivir nuestro sacerdocio en conformidad con el sacerdocio de Cristo. No recuperarlo en este punto, sería «desvirtuarlo» sacerdocio y vivirlo sin alegría como simples mercenarios de los sacramentos, activistas sociales o funcionarios del asistencialismo.

 

El modo de ser sacerdote de Cristo es para mí la oportunidad de vivir el sacerdocio de la Nueva Alianza. No puedo, ni debo, volver a caer en un modo de ser sacerdote, típico del Antiguo Testamento, antes bien, debo vigilar siempre que mi sacerdocio no se vacíe nunca de la dimensión de ofrenda personal, de mi participación e implicación en la salvación de mis hermanos (corredención) y de reparación ya que, en esto, precisamente, está la gran novedad del sacerdocio de Cristo, pues el suyo es un sacerdocio del corazón, establecido en el corazón humano de Cristo. El sacerdocio tiene una estrecha relación con el corazón, de ahí que las cualidades esenciales del sacerdote sean, primordialmente, cualidades del corazón. La primera novedad del sacerdocio de Cristo es el carácter personal de la ofrenda. Cristo no imitó a los sumos sacerdotes judíos, que ofrecían dones y sacrificios externos y derramaban la sangre de machos cabríos y terneras, sino que se ofreció a sí mismo y ofreció su propia sangre. El de Cristo no es un sacrificio ritual, sino personal y existencial. Para Él, el acontecimiento del Calvario implicó ante todo un aspecto de pasividad; la palabra «pasión» lo indica claramente. La pasividad, sin embargo, se convirtió, paradójicamente, en la ocasión de la actividad más eficaz que existe ya que  por su modo de soportar el sufrimiento y la muerte, Cristo fue extremadamente activo en su pasión y realizó una obra de transformación positiva que supera en valor a la primera creación. Esta obra es un sacrificio en el pleno sentido de la palabra, es decir, una transformación mediante la relación con Dios. Cristo se sacrificó, fue a la vez pasivo y activo, el que se ofrece y el que ofrece, la víctima y el sacerdote. Cristo fue un sacerdote creíble porque estaba lleno de la fuerza del Espíritu Santo, de la fuerza de la caridad, sin la menor sombra de egoísmo y, de este modo, ardiendo en caridad, Cristo se convirtió en un sacrificio agradable a Dios.

 

El buen pastor no es simplemente el que enseña, el que profetiza o gobierna; tampoco solo el que pastorea, el que defiende, el que sabe guiar, el que recoge (características del pastor descritas en Ez 34,11 ss), sino el que ofrece la vida. De aquí que no sea extraño que San Juan desarrolle cuatro veces este tema en su Evangelio al afirmar: «El buen pastor ofrece su vida por las ovejas»; «Yo ofrezco mi vida por las ovejas»; «Por eso me ama el Padre, porque ofrezco mi vida»; «Yo la ofrezco de mí mismo» (Cf. Jn 10). El discurso del pastoreo, tal como se entendía constantemente en la metáfora bíblica (ser rey, guía, buen maestro, responsable), queda superado, trascendido con el tema del don de la vida. Surge aquí el misterio de la cruz, se abandonan las imágenes funcionales del pastor para entrar en el misterio de la entrega. Así pues, si queremos vivir verdaderamente nuestra misión sacerdotal, lo primero que hay que hacer es darnos cuenta de una verdad elemental: que el sacerdote, cada uno de nosotros, ya no estamos separados de Cristo, ni Cristo está dividido de nosotros. No sólo realizamos un acto de Jesús, sino que es también nuestro acto. Así como Él, como sacerdote, se hace presente en nuestro sacerdocio, es natural que también se haga presente como víctima en nuestro estado de ofrenda. No celebramos la Misa como un acto ajeno a nosotros, como una mera representación para que luego el otro lo haga todo por sí mismo; es cierto que recibe su eficacia del mismo Cristo, pero también es cierto que este acto -desde el momento en que Él lo realizó- compromete totalmente mi ser. Como somos con Él un solo sacerdocio, así somos con Él una sola víctima para la salvación del mundo. Esto es lo que significa ante todo vivir nuestro sacerdocio. Del mismo modo que en el Nuevo Testamento, sacerdocio y víctima nunca están separados, no podemos buscar en otra parte la materia de nuestro sacrificio; esa materia es precisamente el contenido de nuestro ser sacerdotal. Vivir nuestro sacerdocio significa sentirnos víctimas, vivir nuestra vida como una oblación que debe ser consumida por el fuego de la caridad, como una donación sangrienta porque se vive en la aceptación del sufrimiento, que es cargar sobre nosotros -como Jesús-, el peso del pecado del mundo. Nada más te pertenece, el amor debe despojarte de todo, debe consumir todo en ti, todo lo que tienes está maldito si lo conservas; todo lo que tienes, lo has recibido para ofrecerlo: el cuerpo y el alma, la vida, la eternidad; nada más te pertenece, si no el amor. La Misa se convierte en una condena para nosotros si en el mismo instante en que hacemos presente el sacrificio de Cristo por nuestro sacerdocio, no lo hacemos presente también con nuestro sacrificio. Vivir nuestra misión sacerdotal es vivir nuestro sacrificio. Ya no somos nuestros ni nos debemos a nuestro querer e interés. ¡Eso es ser sacerdote! Debemos sentir que nuestra vida vale sólo en la medida en que se ofrece y sólo en el acto en que se ofrece; ofrecida a los hombres en un servicio para ellos, en un don continuo de nuestro tiempo, de nuestras posibilidades y capacidades, límites e inconsistencias así como de todas nuestras potencias, ofrecidas a Dios en alabanza de gracia y de gloria.

El amor no es el don de lo que se tiene, sino de lo que se es. El sacerdocio es verdaderamente este ejercicio supremo del amor que es el don de sí mismo a Dios y a los hermanos. Vivimos nuestro sacerdocio en la medida en que sabemos morir. Si Cristo está presente, lo está en el misterio de su muerte y resurrección; en la resurrección está presente con su humanidad glorificada, pero en la muerte está presente en todos nosotros que somos sus miembros, que somos su sacerdocio visible y operante. Vivir la Santa Misa significa que no podemos separarnos de Aquél que es sacrificado; como no podemos separarnos de Aquél que sacrifica porque somos un solo sacerdocio con Él, así debemos sentirnos una sola víctima con Él. No busquemos pues en el sacerdocio una recompensa para nuestras ambiciones o nuestros afectos; debemos buscar sólo el modo de vivir nuestro sacrificio. Allí, en el altar del Sacrificio, en unión con María, ofrecemos a Cristo al Padre y nos ofrecemos con Él. Seamos conscientes, pues, de que al celebrar la Eucaristía no realizamos una obra humana, sino que ofrecemos a Dios. ¿Cómo sucede esto?, podría objetar alguno. Es posible por la fe, porque la fe también nos da a Dios. De alguna manera disponemos de Dios, como Él dispone de nosotros. Aquél a quien los filósofos designan como el Todo Otro y el Disponible por excelencia quiso nacer y vivir entre nosotros, hombre entre los hombres, en virtud de una Sabiduría que es escándalo para los judíos y necedad para los gentiles (Cf. 1 Co 1,23). En su divina compañía, a veces nos parecemos a niños despreocupados y rebeldes que se acercan a los tesoros, dispuestos a dilapidarlos como si nada. ¡Qué abismo es el misterio del sacerdocio! ¡Qué maravillas el sacerdocio común de los bautizados y el sacerdocio ministerial! Estos misterios sacramentales remiten, en última instancia, al misterio de Dios, Uno y Trino.

 

La ofrenda sacrificial de Cristo Redentor es, en el fondo, la Eucaristía eterna del Hijo que responde al Amor del Padre en favor de toda la creación. Estamos asociados a este misterio por el Espíritu de nuestro bautismo, que nos hace partícipes de la naturaleza divina (2 Pe 1,4). Cuanto más el Espíritu hace vivir a los bautizados de la filiación divina y cuanto más los sacerdotes resplandecen de la paternidad divina, más se unen ambos en una epíclesis común que irradia la gloria del Espíritu sobre el mundo: «Que todos sean uno; como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). De este modo, reunidos en el Cenáculo, invocando al Espíritu Santo, con María, en comunión fraterna, oremos por la unidad de la Iglesia y por la fidelidad de la Compañía de Jesús a ella. El escándalo permanente de la división de los cristianos, las tensiones recurrentes entre clérigos, laicos y religiosos, la laboriosa armonización de los carismas y la urgencia de una nueva evangelización, alejada de todo tipo de ideologías, todas estas son realidades que piden a la Iglesia, a la Compañía de Jesús y al mundo, un nuevo Pentecostés.

Mayo de 2023.

[1] Autobiografía, 10.

[2] Autobiografía, 96.

[3] DE, 30.

[4] DE, 8.

[5] DE, 4, 8, 23, 24.

[6] DE, 23.

[7] DE, 27.

[8] DE, 77.

[9] DE, 35.

[10] EE, 63.

[11] EE, 261-312.

[12] Autobiografía, 96.

[13] EE, 98.

[14] Const. 523, 527, 535, 540.

[15] EE, 147.

[16] EE, 156.

[17] EE, 168.

[18] EE, 297-298.

[19] EE, 299.

[20] EE, 352-370.

[21] Lo que sigue, en algunas parte, es una reelaboración, con añadidos personales de: Ouellet Cardinale Marc. Cenacolo: invocazione dello Spirito Santo  con Maria, in comunione fraterna. Basilica San Paolo Fuori le Mura, Roma, 10 giugno 2010.

[22] Ouellet Cardinale Marc. Cenacolo: invocazione dello Spirito Santo  con Maria, in comunione fraterna. Basilica San Paolo Fuori le Mura, Roma, 10 giugno 2010.

[22] Autobiografía, 10.